Ayer mismo –poco importa cuál sea la fecha de ayer, siempre es ayer o a lo sumo hoy, en estos días–, ayer mismo mi compañera me recordaba que era la primera vez que entraba en un supermercado en cuatro meses exactos. Así que ese entrar era salir. Salir al interior de un lugar inesperado, cuyos receptáculos sobrepoblados de alimentos parecen ahora una fantasía. Una fiesta. El cuerno de la abundancia.
Durante tres meses, cuatro, ya no sé, solo hemos abundado en viajes interiores. Cada rincón de la casa, que no es muy grande, ha sido explorado minuciosamente. Las mayores aventuras que hemos vivido se las debemos a un ratoncito que durante unas semanas de invierno anduvo olisqueando nuestra cocina, hasta que un día se vio atrapado en una sustancia pegajosa de la que ya no se pudo mover hasta que lo liberamos en el exterior. Ni le dijimos adiós. No lo echamos de menos. Y luego, otra aventura: la aventura del recuerdo. Recuerdos que consisten en doblar el calendario y hacer coincidir el día de hoy –hoy siempre es hoy—con el mismo día de hace un año. Nuestro hijo mayor recordaba que hace un año, con la exactitud que se le puede pedir a un cronista de cuatro, surcábamos unos canales junto al Mediterráneo, y que cada uno de los puentes bajo los que navegábamos evocaba una historia que a él le gustaba contar y luego repetir: Scylla y Caribdis, las sirenas, las vacas del sol…
Quizá convenga añadir otra aventura. Algo que no sucede todos los días. ¿Un prodigio? Sin duda. En la peor semana de la pandemia en Nueva York, nos vemos obligados a abandonar el hogar y recorrer la ciudad hacia el sur, bordeando Central Park y luego la calle 59, para alcanzar nuestro destino en un hospital de Midtown. Las calles fantasmalmente vacías parecen sugerir que la ciudad que nunca duerme tiene los ojos hinchados de un insomne; si no duerme ahora no es porque le urja la actividad, sino porque toda misión ha sido suspendida mientras las tiendas de campaña alojan personas moribundas, las unidades de cuidados intensivos están sobrepasadas, los pasillos de los centros de salud parecen campos de batalla. Pienso en un poema de César Vallejo.
“Al fin de la batalla,
y muerto el combatiente, vino hacia él un hombre
y le dijo: «¡No mueras, te amo tanto!»
Pero el cadáver ¡ay! siguió muriendo.”
Y todos los cadáveres, de verdad, seguían muriendo. La ciudad habría querido echarse a dormir, pero no pudo. Así que seguimos vagando en el interior de nuestros hogares, de nuestra pequeña o gran vida interior, como en los claustros de un monasterio abandonado, en ruinas, y ahora gestionado por una fundación para el turismo cultural –lo peor de lo peor.
Pero aún no he dicho que la razón por la que fuimos al hospital aquel de Midtown no era, ni muchos menos, que estuviéramos enfermos, sino que nuestra pequeña llamaba a su modo y deseaba salir del útero materno para, en medio de la muerte, aliarse con la vida. Eso fue hace tres meses, quizá exactamente, si es que alguien supiera la fecha que es hoy.
Deambulé entorno al edificio del hospital, ya que no me dejarían entrar hasta que la madre estuviera lista en la sala de partos. Dos horas durante las cuales me encontré con esculturas que serán justamente derruidas en un futuro próximo, visitadas ahora por nadie. En pequeños recodos de los edificios, me crucé también con algunas de las miles de personas que en esta ciudad se ven forzadas a vivir al raso, y para quienes un refugio público en este momento supone una condena al virus.
Cuando me echaron del hospital, a pocos minutos del nacimiento, volví a casa rendido, pensando en los días que nos esperaban por delante. Una vez volvieran a casa madre e hija a los brazos de hijo y padre –tres días que duraron entre tres minutos y tres siglos—estaríamos ante toda una época de confinamiento, de relativa soledad a cuatro, en cuatro tiempos, en un compás de cuatro por cuatro. Nuestras familias al otro lado de varias fronteras. Nuestras amigas y amigos al otro lado de una serie de puertas que no nos atreveríamos a cruzar.
Volvería, tras la experiencia excepcional, el reposo, el pasear en torno al apartamento, el mirar afuera por las ventanas, el escuchar la radio incesantemente y consumir las noticias y sus contrarios, el intentar leer durante un rato al día, el suponer que las cosas ya no podrían ir a peor –cuánto nos equivocamos–, el imaginar el instante en que se produjera una revelación que nunca se produjo, el reservar unos minutos de tiempo para escribir a mano, para tomar una fotografía, para dormir. Tal vez soñar.
Jesús Velasco
Este texto fue publicado en el décimo número de Cantera. Te invitamos a leer el número.