El crítico dentro del reflejo ajeno. Vautrin, Lord Henry y lo humano

Alma y cuerpo, cuerpo y alma, ¡qué misteriosos son!
Hay animalidad en el alma, y el cuerpo tiene momentos de espiritualidad. (…)
¡Quién podrá decir dónde cesan los impulsos de la carne
o dónde comienzan los impulsos síquicos!
(…) ¿Es el alma una sombra situada en la casa del pecado?
¿O está realmente el cuerpo en el alma, como pensaba Giordano Bruno?

Oscar Wilde

 

“Hay animalidad en el alma”.

Nuestro ego se espanta frente a la frase de Wilde, toma la imagen como descabellada, incluso inverosímil. A pesar de ello, algo se queda en nosotros, como un eco que debe ser callado. Nos preguntamos silenciosamente, casi con temor, ¿hay muestras de animalidad en lo humano?

Creo que otro autor podría darnos pistas al respecto.

Cuando Honoré de Balzac tuvo la idea de crear “La comedia humana” -ese gran proyecto narrativo que retrata a la sociedad francesa del siglo XIX-, no hay que olvidar que ya era un conocedor del debate que tenían Cuvier y Saint-Hilaire sobre la organización o subordinación de los seres vivos, a mediados del siglo XVIII; sospecha que profundizaría Darwin en 1859 con la Ley de la Selección Natural, donde el más fuerte sobrevive. Gracias a ambas teorías, Balzac se atrevió a llevar a término noventa y cuatro obras mediante “algo así como un sueño” o “una quimera que sonríe”, (Balzac. 2003: 165), en las que insinúa que no somos realmente homo sapiens sapiens (hombre pensante–pensante), ni que se ha conseguido la evolución absoluta, a causa del arribismo social que se asemeja a la pelea por la sobrevivencia animal.

La consciencia del humano como animal no es presentada con malestar, sino con la aceptación de que la vida es así; o mejor dicho, de que la vida humana es así, en un vaivén entre el bien y el mal pues ambos nos constituyen. En este punto me gustaría detenerme en una de las novelas que forman “La comedia humana”, Papá Goriot, también conocida como Tío Goriot, que, a mi parecer, resume la poética de su autor.

Publicada en 1835, Papá Goriot muestra el quebranto de la moral individual y la transgresión del lazo filial para ascender en París, ejemplificado esto último por las hijas del ex fabricante de fideos, Goriot y el trato que le da Eugenio de Rastignac a su familia. Para ambos casos no hay mejor retratista que el enigmático personaje de Vautrin, quien mira lo humano con un afán analítico, gozoso de las peripecias que hacen hombres y mujeres para mantener el estatus, para desplegar el alcance de las ambiciones, tal como señala al decir: “si alguna vez rebusca usted en el corazón de una mujer de París, encontrará en él antes al usurero que al propio amante” (61). Para él, en el fondo, la ambición no es más que pasión. Él entiende que la pasión es aquello que mueve a realizar cualquier cosa, dado que gracias a ella se forja una idea y ya no se suelta más.

Dicho personaje contempla, es un flâneur en sociedad; es un Baudelaire socarrón, encantador, que se deleita con la pérdida de aureola de todos, si bien no se refiere a la respetabilidad del poeta, sino a la virtud, a la moralidad de quienes lo rodean.

Teniendo en cuenta esto, la pregunta es, ¿quién lo mira a él, quién atraviesa sus razones, su alma, tal como él hace con el calculador Rastignac? La respuesta parece ser: nadie. El consentido de la señora Vauquer ni siquiera se llama Vautrin. Es un alias, al igual que el de Burla-la-Muerte, y Carlos Herrera. Gondureau sostiene que la verdadera identidad de éste es Jacques Collin, pero eso es sólo un nombre. Un atavío más.

¿Qué hay detrás de todas esas máscaras? ¿Ha perdido su aureola también? ¿La ha dejado desperdigada en su andar?

Para ello conviene primero ver algunos rasgos de su personalidad, como el amparo y preocupación que le prodiga a Eugenio, lo cual sugieren a un hombre con inclinación paternal, aunque parece ser provocado por el plan de conseguir beneficios tras la unión entre el joven y Victorina Taillefer –incluso manda a matar al hermano de ésta para que pueda volverse heredera única-. Burla-la-Muerte también es estimado como ingenioso e interesante por la dueña de la pensión y siempre anda de buen humor, a menos de que le deban dinero o la justicia venga a encarcelarlo –en ese caso casi enloquece-. Estas son pinceladas, intuiciones de quién es. Tal vez lo que el propio Carlos Herrera dice sobre sí mismo ayude a descifrarlo:

-Le gustaría saber quién soy, lo que he hecho, o lo que hago –prosiguió Vautrin-. Es usted demasiado curioso, pequeño [Rastignac]. ¡Vamos! Tranquilo. Va usted a oír muchas otras cosas. He tenido desgracias. Escúcheme primero y después me responderá. Ésta es mi vida anterior en pocas palabras. ¿Quién soy? Vautrin. ¿Qué hago? Lo que me da la gana. Prosigamos. ¿Quiere conocer mi carácter? Soy bueno con los que me hacen bien o cuyo corazón habla al mío. (…) Soy lo que usted llamaría un artista. (130. El subrayado es mío).

Sus continuas críticas a la sociedad —como al exclamar “robe un millón y será considerado en los salones como una excelente persona” (66) o “si le hablo así del mundo, él me ha dado derecho para hacerlo, lo conozco bien” (137)—, el aprovechamiento del lujo y los trabajos forzados en la cárcel sugieren las razones de esas desgracias que ha tenido, exhiben la parodia del contrato social, del artificio de la sociedad en la que vive. No obstante, sólo podemos hacer eso: intuir alrededor de las máscaras que lleva Collin tras de sí.

Ahora conviene detenerse en el término artista de la cita anterior. Carlos Herrera recuerda al que es capaz de capturar la belleza, la bondad, la verdad –para no desvincular la idea platónica de que lo bello es bueno-; sin embargo, el personaje balzaciano no ve la belleza en lo bueno, sino en lo corrompido. Según Carlos Pujol, las novelas de Balzac “están fundadas en el mal” (1974: 8), por lo que no es azaroso que uno de sus personajes más conocidos –y admirados- sea nada más y nada menos que Vautrin, quien es la “encarnación humana de Lucifer”, en palabras de Curtius. Así no sólo tenemos los ecos de lo animal, sino también los del mal. La diferencia está en que los animales desgarran a otros por instinto; los humanos lo hacemos con consciencia, para conseguir o impedir algo, literal y metafóricamente.

El favorito de la señora Vauquer insinúa “el poder oculto, la voluntad de un poder que no se exhibe, que no se ve, pero que es el más fuerte de todos; como el poder del escritor tampoco es visible, actúa indirectamente y en la sombra, fingiendo contar mentiras cuando está desentrañando las grandes verdades que iluminarán el paso del tiempo” (Pujol. 1974: 82). Es un ser mimético, capaz de cambiar de piel, de desdoblarse –tal como un artista, escritor y actor-. En Burla-la-Muerte convergen estas tres facetas por necesidad, para adaptarse al ambiente de apariencias que puebla París, para sobrevivir, lo cual alude la afirmación de Jacques en Cómo gusten, respecto a que “todo el mundo es un teatro / y todos los hombres y mujeres sólo actores” (II, VII; 610) o a Falstaff en la segunda parte de Enrique IV: “el muerto es un simulacro de hombre que carece de una vida de hombre (…)” (V, IV; 733), frase a la que se le podría dar otro sentido: el vivo es un simulacro de sí mismo.

El seductor infernal ve a través de la indumentaria distinguida de Rastignac, notando sus angustias; contempla el carácter callado, frágil, de Victorina, y encuentra una jovencita enamorada en silencio; se aprovecha de la fascinación que despierta en la señora Vauquer -tacaña y severa-, para llegar a la hora que quiera a la pensión, demostrando su existencia “fuera de la ley” (Levin. 1963: 224). Es un flâneur incómodo, igual que cualquier contemplador, como Hamlet, Fitzwilliam Darcy, Mary Bennet, Jane Eyre, Edward Rochester y Lord Henry Wottom. La excepción –incluso en este grupo- se halla en Lord Henry y Jacques Collin.

A Hamlet, Darcy, Mary Bennet, Jane Eyre y Rochester les tiene sin cuidado la impresión que causen a los que observan; sólo viven sus vidas. En cambio, Lord Henry y Carlos Herrera pretenden agradar, están llenos de gracia, por lo que su “cinismo” (Wilde. 1978: I, XII) es bien recibido. Ambos usan la máscara de la gracia para tener libertad de observar a los otros, al mundo, tal cual es. Por ejemplo, Lord Henry sostiene que:

-Me gusta conocer a las personas por mí mismo. (…) Establezco una gran diferencia entre las personas. Elijo a mis amigos por su buen aspecto, a mis simples conocidos por su buen carácter y a mis enemigos por su buena inteligencia (16 – 17).

Y más adelante: “prefiero las personas a sus principios, y prefiero, antes que nada en el mundo, a las personas sin principios” (19), similar a cuando Burla-la-Muerte le dice a Eugenio que aún mancha el pañal con la virtud o que es un niño grande por tener dudas aún sobre cómo escalar en la sociedad y aprovechar el amor de Victorina.

Tanto Lord Henry como Collin poseen el poder de influir en el objeto de sus análisis. El primero elige a Dorian Gray porque es un excelente sujeto de investigación por su carácter y gestos expresivos en demasía, por su ingenuidad. El segundo escoge a Rastignac porque “lo que me atrae de ese joven, lo que me emociona, es saber que la belleza de su alma está en armonía con la de su rostro” (228); Rastignac se rehúsa a ser corrompido. He ahí la esencia de estos mentores: el intento de corrupción. El propio Lord Henry lo alude:

Porque influir sobre una persona es darle nuestra propia alma. No piensa ya con sus pensamientos naturales ni se consume con sus pasiones naturales. Sus virtudes no son reales. Sus pecados son prestados. Se convierte en eco de una música ajena (31).

Los dos saborean influir en las decisiones de sus protegidos. No por jactarse de su poder, sino por descubrir hasta dónde pueda llegar la veleidad del humano cuando alguien le susurra las palabras correctas al oído, transformándose en títeres casi insalvables. O, para retomar mi idea anterior, exploran en lo que se comienza a desgarrar, a ser tan humano como sea posible.

Aunque se parecen mucho por su agudeza, por el afán de ver los reflejos, los espejos, de quienes los rodean, gracias a la máscara bufonesca, ésa que finge encanto – personificando los ecos del barroco-, distan entre sí por los matices en sus caracteres. Lord Henry es imperturbable; es una gárgola al acecho, mirando, sin intervenir, volviendo imposible saber qué lo lleva a ser de esa manera, a desentrañar su personalidad. Mientras que Jacques Collin se mueve entre el bien y el mal, gracias a la ternura que le inspira Eugenio, la compasión hacia Victorina Taillefer y la diversión que le provoca la señora Vauquer, dejando de ser una “esfinge” –alguien sin sentimientos- como apunta Rastignac, para ser sólo humano.

Cabe destacar que la humanidad en Vautrin no debe ser entendida como la existencia de bondad en medio de todas sus acciones sospechosas, sino como el vínculo inseparable entre lo bueno y lo malo que nos hace humanos, capaces de ser corrompidos, de corromper a su vez, y de sonreír sin segundas intenciones. Nos movemos por instinto, es lo que subyace en todas nuestras acciones. Perdemos la aureola para sobrevivir. Nos movemos a través de tácticas, distracciones, identificando oportunidades.

Es precisamente esta pincelada de qué es un humano lo que me hizo elegir a Papá Goriot como icónico en la obra balzaciana. Los personajes de dicha novela, en especial Jacques Collin, son los que mejor retratan aquel realismo que “pretende la reproducción exacta, completa, sincera, del ambiente social y de la época en que vivimos” según Ambrocio Barrueto y De la Cruz Mendoza (2008). Somos reales en el punto en que entendemos que la realidad no es única, que no existe una única verdad, o mejor dicho, una sola versión de nosotros mismos.

 

Bibliografía

  • Ambrocio Barrueto Fausto M. y De la Cruz Mendoza Jorge J. El realismo literario. Libro en formato PDF [en línea]. Lima: Universidad Nacional Mayor de San Marcos, 2008.
  • Balzac, Honoré. Obras completas. Tomo I. Madrid: Aguilar, 2003.
  • ——————–. Papá Goriot. Madrid: Alianza Editorial, S.A., 2009.
  • Levin, Harry. El realismo francés. (Stendhal, Balzac, Flaubert, Zola, Proust). Barcelona: Editorial Laia, S.A., 1963.
  • Pujol, Carlos. Balzac y “La comedia humana”. Barcelona: Editorial Planeta, 1974.
  • Shakespeare, William. Obra completa I. Comedias. Barcelona: Debolsillo (Random House Mondadori, S.A.), 2012.
  • ——————. Obra completa III. Dramas históricos. Barcelona: Debolsillo (Random House Mondadori, S.A.), 2012.
  • Wilde, Oscar. El retrato de Dorian Gray. Cuentos completos. Barcelona: Editorial Bruguera, S.A., 1978.

Autor: María Rincón

María Fernanda Rincón Rangel (Venezuela, 1995). Estudiante de la Escuela de Letras de la Universidad Central de Venezuela y de la Especialidad Castellano, Literatura y Latín en el Instituto Pedagógico de Caracas. Ha publicado el relato “Un mal sueño” (blog Macagua de Letras, 2014) y participado en la XII Jornada de Jóvenes Críticos de la Universidad Católica Andrés Bello con la ponencia La muerte shakesperiana. Una calavera, un sueño y un olvido barroco, así como en la XI Jornada de Investigación Humanística y Educativa de la Universidad Central de Venezuela con el tema La transfiguración de la imagen. El amor como creación idealizada. Se interesa por la investigación literaria, especialmente en el campo de la literatura comparada.