Cuento: Cascada verde. Alonso Burgos

En el verano del 2018 participé en una excursión como parte de un seminario de la universidad a la que asistía. Los alumnos nos encontramos temprano frente a una de las entradas del edificio principal, abajo de las letras de la institución donde recién graduados, familiares orgullosos y algunos turistas perdidos llegaban a tomarse fotos de vez en cuando. Alguien comentó que nunca había estado en la universidad tan temprano, y lo dijo con un tono de orgullo que yo no pude distinguir si era de burla o completamente serio. Ya había amanecido, y no se podía adivinar el calor intenso que iba a hacer durante el resto del día, como para querer meterse en un hoyo profundo en la tierra. La profesora que organizó el viaje llegó un par de minutos antes de que apareciera el minibús blanco que nos llevaría hacia el interior de Alemania, a la colina de Ettersberg, entre Erfurt y Weimar, donde desde 1937 hasta 1945 estuvo en funcionamiento el campo de concentración de Buchenwald.

Fue mi primera visita a un campo de concentración y, como tal, la experiencia quedó grabada en mi memoria como algo sumamente intenso, deprimente y desgastante. Recorrimos el imponente memorial a las víctimas construido por el gobierno de la RDA y la enorme superficie cercada donde se encontraban las barracas de los prisioneros y los pocos edificios que siguen en pie, como el cuartel principal de la administración del campo y el crematorio. Recuerdo que, para entonces, luego del largo viaje, el sol se encontraba en su cenit. Mientras hacíamos pausas cortas para escuchar las presentaciones que todos habíamos preparado sobre algunos de los muchos artistas, escritores y músicos hombres y mujeres que habían estado internados en Buchenwald durante sus ocho años de maligna existencia, el efecto del calor y del agotamiento emocional y físico fue haciéndose visible en las caras de todos. Varias personas lloraron en algún momento durante la visita. Yo todo el tiempo estuve más bien intentando entender lo que estaba pasando, así como descubriendo la brecha abismal que se había abierto entre lo que hasta ese momento creía saber sobre lugares y momentos de la tragedia, y lo que estaba viendo y experimentando ese día.

De eso ya casi habrán sido un par de años, y ahora que estoy encerrado y solo en mi departamento mientras la humanidad parece estar pasando por una nueva pesadilla colectiva, de pronto me viene a la memoria la visita a Buchenwald. ¿Por qué? ¿A qué viene al caso mi recuerdo del encuentro con uno de los lugares marcados por la atrocidad en este momento que, más que atroz, me sabe llano y anodino? No es que piense que se deba comparar la magnitud de la atrocidad de Buchenwald con lo que está pasando, ni mucho menos que mi experiencia personal en este momento tenga el más mínimo parecido con lo que experimentaron las miles de personas que pasaron por ahí. No obstante, estoy sentado aquí frente a mi escritorio desordenado y mi taza de café de hace quién sabe cuántos días y me cuesta trabajo pensar en otra cosa. Desde aquí puedo ver el jardín de las viviendas cercanas y la enorme pared del edificio de junto cubierta por la enredadera que está reverdeciendo de arriba a abajo, como queriendo ser una cascada lenta y verde. Quizá lo que pasa es que todo esto me recuerda a lo que más me impactó de toda la visita a Buchenwald: la belleza casi aterradora del paisaje primaveral alrededor del encercado, la vista espectacular sobre Weimar y las cercanías y el cielo azul matizado por el sol potente.

Lo que me sorprendió más fue darme cuenta de algo evidente que hasta entonces no había concebido, tal vez simplemente por ingenuo o por una tendencia medio estúpida de imaginarme todo lo relacionado al Holocausto y sobre todo a los campos de concentración como si estuviera viendo La lista de Schindler, o Shoah o alguna otra representación tradicional en la que la tragedia no sólo está en lo que le hacen unas personas a otras, sino también en el ambiente oscuro, en la lluvia, en el lodo sobre el que invariablemente caen los cuerpos cansados y raquíticos y en el cielo nublado y gris; la catástrofe en sintonía con todos sus objetos y entornos. Creo que estar en un día objetivamente precioso -aunque caluroso- en Buchenwald en 2018 me hizo de pronto darme cuenta de que durante los meses cálidos de los varios años en los que se desenvolvió ahí la tragedia diaria, debió de haber habido decenas, quizá cientos de días así. El verdor de la vegetación de la Ettersberg habrá sido el mismo, así como el cielo azul matizado por el sol potente y la vista espectacular a Weimar con su insignificante gente llevando a cabo sus vidas y fingiendo no saber lo que estaba pasando tan cerca.

Ahora que por razones y en maneras muy distintas se respira este aire raro de la catástrofe y la tragedia en todas partes del mundo, la naturaleza no parece haber cambiado su indiferencia hacia el sufrimiento humano. En todo caso, hoy en día parece tener aún menos razón para dejar de ser indiferente a lo que nos pasa. Ahora yo mismo puedo ver a través de la ventana de mi cuarto y constatar que lo terrible no está sucediendo en blanco y negro, en el lodo y con el soundtrack de algún violín deprimente y abúlico sumergiendo todo en el aire de la miseria y el sufrimiento. Al contrario. Lo único que se escucha aparte del silencio es el canto ocasional de algún pájaro y la vista de la cascada verde frente a mi ventana comparte algo de la belleza aterradora de la colina de Ettersberg.

El día de hoy he perdido la cuenta de cuánto tiempo llevo sin salir. No que me importe. No que haga una diferencia. Creo que me preocuparía o tendría más posibilidad de perder la cordura si no tuviera al menos algunos indicios de que el tiempo está pasando. Me parece que hay una diferencia entre encontrarse perdido en el paso del tiempo y tener la impresión de que el tiempo no pasa, y por ahora, resulta al menos un poco reconfortante identificarme más con lo primero. No es difícil darse cuenta de que el tiempo pasa, incluso si uno se encuentra en el encierro; incluso si uno intenta activamente no estar al pendiente del desarrollo de las cosas en el mundo de afuera; incluso si uno no tiene pegada la mirada al segundero del reloj de la sala. Bueno, eso sería asumiendo que el reloj tuviera baterías y no llevara parado en las 7:43 de algún día olvidado de 2017, cuando aún seguían aquí Daniel y Diego y había más gente en este departamento, en alguna de esas cenas de demasiado vino, de guitarrazos desafinados, cigarros y cantos de gallina viuda.

Ahora que lo pienso, este mismo reloj detenido quizá sea la prueba de lo que creo que estoy intentando decir de que el paso del tiempo en realidad está donde uno menos se lo espera; en lo pequeño y en lo insignificante. Si el reloj detenido de la sala fuera la única referencia a la que pudiera recurrir para comprobar el paso del tiempo en estos días de monotonía encerrada, o de monótono encierro, seguro que mi cordura restante ya se habría desparramado en los 100m2 de imitación de madera del departamento y yo estaría arrastrándome y viendo abajo de los muebles intentando recogerla, persiguiéndola como a un ratón prófugo. Ya me habría puesto a pintar manos y ojos en las paredes blancas o a entonar el himno nacional de algún país que ya no existe mientras los vecinos de la cuadra cantan alguna cursilería como Imagine o We are the World.

Por lo pronto, no sé qué día es. No sé cuánto tiempo llevo sin bañarme o cuánto tiempo llevo sin rasurarme, y la ridícula mancha de mugre y pelos ralos que tengo sobre los labios podría dar indicaciones engañosas. Tampoco sé hace cuánto tiempo fue que abrí las noticias y de pronto decidí que todo era demasiado, que ya no aguantaría más sin sentir un vacío irreparable en el alma, el jodido Weltschmerz que a mí siempre me había parecido un sentimiento falso invocado por el tipo de gente que describiría un atardecer como doloroso o a un completo desconocido como hermano de miserias. La corriente constante de catástrofes cotidianas arremetió de pronto con la marejada de la nueva gran catástrofe que hizo que todo se desbordara y que se resquebrajara el hormigón de todos los rompeolas, y yo me encontraba ahí, observando el derrumbe. De pronto me vi a mí mismo a punto de llorar desconsoladamente con el video de una enfermera que no conozco que grabó una sala de cuidados intensivos en un pueblo que no conozco, que estaba llena de gente que no conozco con más aparatos conectados a sus cuerpos asediados que una computadora de café internet. No sé cuándo fue eso, pero desde entonces metí mi celular en el congelador donde sigue la botella de cerveza reventada y decidí sumergir la cabeza en todos los libros de mi librero y más tarde, del departamento en general. Empecé con las ficciones dignas y sesudas que llevaban rato esperando a que tuviera tiempo para leer con calma; esos mamotretos decimonónicos de nombres de la literatura inevitables que he invocado demasiadas veces sin haber leído uno sólo de ellos. El canon se me agotó pronto, y la verdad sin haberme cambiado mucho la vida, así que hace no mucho (aunque una vez más, no sé hace cuánto), acabé leyendo los libros de cocina que dejaron los inquilinos anteriores. Eso en cierto sentido fue bastante más interesante y gracioso. Tal vez incluso me hizo pensar más acerca del significado de las cosas. Hice una nota para recordarme que en algún momento alguien que no sea yo va a tener que escribir una disertación sobre la poética de las recetas de cocina contemporáneas. Quizá la clave para entender el ahora se encuentre en la lista de ingredientes de algún platillo de cocina fusion peruano-etiope-japonesa. Quizá sólo estoy muy aburrido y sin quererlo, estoy haciendo un esfuerzo exagerado por alejar mis pensamientos de lo que sea que esté sucediendo afuera. Intento convencerme de que este departamento que se ha vuelto mi mundo contiene alguna totalidad encerrada que aún está por descubrirse. Desafortunadamente no tengo acceso al sótano del edificio. Si no, ya me habría ido a acostar sobre el piso de baldosas en la oscuridad esperando ver el lugar donde están, sin confundirse, todos los lugares del orbe, vistos desde todos los ángulos.

Lo que sé es que a pesar de mi distanciamiento voluntario de cualquier información acerca de lo que está pasando afuera y a pesar de la desorientación temporal, en desafío a mi aparente soledad en estos 100m2, el tiempo también se ha pasado por los cuartos vacíos del departamento como un mal ladrón; dejando huellas y pistas de su presencia pasajera sobre las cosas. En los muebles y los objetos de los cuartos de Diego y Daniel se ha acomodado una delgada capa de polvo que le da una apariencia opaca y tersa a todo. De eso me di cuenta hace no mucho que me puse a hacer uno de mis recorridos por los cuartos del departamento ensayando discusiones con los cabrones anónimos que en algún momento van a querer aprovecharse de mí cuando las puertas de las casas se hayan vuelto a abrir y cuando quizá este mundo sea un lugar un poco más rancio y despiadado. Estaba en una de esas discusiones hipotéticas que luego dejo correr en mi cabeza en las que hago un uso de la razón y la retórica como para dejar a Sócrates tartamudeando, cuando entré al cuarto de Diego y me puse a ver las cosas sobre su escritorio. No era la primera vez que lo hacía desde el comienzo del encierro. En algún momento empezó a causarme cierta fascinación entrar a los cuartos de mis compañeros que escaparon antes de que la cosa se pusiera tan mal y ver el estado en el que habían dejado sus enseres en la huida: los ganchos de ropa en el piso o en la cama, los cajones de algún escritorio abiertos, la superficie de una mesa cubierta por documentos hacinados y algún libro a medio leer. La verdad es que no me tardé en decidir que, salvo por los platos sucios que dejaron en la cocina o en la sala, dejaría las cosas de ambos exactamente de esa forma, no porque no tuviera la confianza con ellos o en teoría la disposición y el tiempo de arreglar el desorden del departamento ahora que soy y seré su único habitante hasta quién sabe cuándo. El asunto es más bien que hay algo en los cuartos de Daniel y Diego que me hace pensar en las imágenes del abandono de las cosas a raíz de otras tragedias, como las imágenes de los cientos de cuartos y edificios abandonados en Pripyat el día que el gobierno soviético comenzó a reaccionar de manera seria a la explosión del reactor 4 de la planta de Chernobyl y decidió evacuar a miles de familias. (Por cierto, en la historia de esa otra gran tragedia también se sabe de varias personas que se opusieron a abandonar sus casas y se escondieron del ejército cuando llegó el momento de la evacuación. La razón era que pensaban que todo era mentira. No se podían creer el cuento del riesgo existencial y de lo catastrófico de la situación porque los días primaverales después del accidente seguían siendo tan cálidos, lindos y soleados. Tal vez en alguna pared de ahí también estaba reverdeciendo una enredadera que hizo que el anuncio de la tragedia resultara tan inverosímil). También pensé en las imágenes de pueblos que fueron siendo abandonados familia por familia a causa de la violencia descontrolada hasta que sólo quedaron casas con las puertas y las ventanas abiertas, como desnudas y esperando el momento del ultraje.

Creo que lo que me intentan sugerir las cosas dejadas por Diego y Daniel es que, cuando se plantean seriamente las posibilidades de la catástrofe y se tienen que tomar decisiones que en circunstancias normales conllevarían bastante premeditación, como la decisión de abandonar la casa y huir sin rumbo certero, incluso en ese momento en el que las circunstancias ya se han vuelto tan serias como para partir, uno alberga la esperanza de regresar, o de que al menos existirá la posibilidad de rescatar lo que se dejó atrás. Por lo menos sé que mis compañeros de piso dejaron sus cosas así y aquí antes de lanzarse a cruzar el Atlántico pensando que en algún momento regresarían y que las cosas no habrían cambiado tanto como para que ya no hubiera un hilo de sentido que retomar de sus superficies. La promesa que imagino que anhelan ellos y muchas otras personas que huyeron ante esta rara amenaza de lo invisible y todos los demás que huyen y han huido por otras razones desde siempre, es no sólo que habrá un regreso, sino también un reconocimiento de aquello a lo que se regresa. Diego entrará en el futuro incierto a su cuarto y verá el caos de papeles, notas y documentos en su escritorio, pero seguirá en facultad de reconocer lo que dicen y a qué se refieren y recordará de acuerdo a qué criterio privado y sagrado estaban clasificados y organizados antes; a qué parte del archivo de su memoria correspondían. Daniel verá las prendas tiradas sobre su cama de agua destendida desde hace semanas, o meses o años, y podrá ponerlas en sus ganchos y recordar en qué tipo de ocasiones le gustaba ponerse la playera negra con cuello redondo antes de que todo cambiara, pero no tanto como para hacer ese reconocimiento del hábito y de la vida dejados atrás imposible. Podrá sacar su guitarra del estuche sobre el piso y los tonos de las cuerdas desafinadas aún le podrán sugerir algo. Sus dedos guardarán aún la memoria de cómo moverse por los trastes rozando el acero tenso y oxidado hasta tocar el comienzo de alguna de las canciones ya gastadas de tanto que las ha tocado, y yo podré también escuchar ese comienzo y reconocerlo. Podré inventar alguna melodía que no me puedo imaginar si tomo mi guitarra y me pongo a tocar solo en este momento.

Así como Diego y Daniel anhelan el reconocimiento de sus cosas al momento incierto de su retorno, todo lo que es dejado atrás en la huida de la catástrofe espera ser reconocido. Yo también espero ser reconocido por ambos cuando regresen. Más que enfermarme, pasar hambre o perder la cordura, lo que temo es volverme un fantasma. Temo ser olvidado mientras todos tienen cosas más serias de qué preocuparse y yo me dedico a estudiar la acumulación del polvo y el reverdecer de la pared del edificio de junto. Mientras veo cómo las señas del abandono hacen su conquista sobre los objetos que anhelan el reconocimiento de sus dueños, no puedo evitar pensar que yo también me estoy cubriendo de polvo aunque me esté moviendo todo el día entre las paredes del departamento. No sólo veo que mi cabello crece junto con mi bigote ridículo y que a mi mirada lentamente se le está agregando la profundidad de la locura. Mi piel también parece estarse cubriendo de una capa que le da una apariencia cada vez más opaca y tersa. Quizá por mucho que lo queramos yo y los enseres de Daniel y Diego, el reconocimiento nunca llegará, incluso si ambos regresan. Tal vez nunca se volverá a la normalidad incluso si las cosas vuelven a ser normales, y el precio de no experimentar el sufrimiento de la tragedia es volverse invisible ante los ojos de todos los que sí fueron cambiados por lo trágico.

Hasta que todas esas cosas puedan saberse, seguiré siendo testigo del paso del tiempo sin saber cuánto tiempo ha pasado de esta catástrofe matizada y lejana. Incluso podré seguir haciéndome a la idea de que el sufrimiento no es tan grande, que lo incierto no durará tanto y que cuando todo pase, cuando pueda lanzarme fuera de estos 100m2 de objetos abandonados, muebles baratos y libros hasta el hartazgo, seguirá habiendo un mundo que pueda recordar de antes, tanto por lo bueno como por lo malo. Tal vez yo también pueda encontrar algún hilo de sentido colgado de una esquina en la calle, amarrado a la puerta de algún vagón de metro, o asomándose por la comisura de los labios de una persona que me sonría. Será un hilo que sólo yo pueda ver y que sólo yo pueda tomar para hallar la salida del laberinto raro y brumoso de este encierro anodino en medio de la tragedia, de esto que se siente como una inversión del verso de Baudelaire que tanto le fascinaba a Bolaño; este oasis de aburrimiento en medio de un desierto de horror.

No sé qué día es y no sé cuánto tiempo ha pasado desde que comenzó todo esto. Tampoco sé si lo que está pasando afuera se haya vuelto más o menos catastrófico y terrible. Por lo pronto, lo que sé es que la cascada verde a través de la ventana y el sol primaveral que brilla y se pone todos los días no descartan que siempre, en cualquier lugar, se pueda estar desenvolviendo la tragedia, y que poder preocuparse de nimiedades como el raro paso del tiempo y el abandono de los objetos es seña de que uno todavía no se vuelve parte del reparto.

Alonso Burgos

Este cuento fue publicado en el décimo número de Cantera. Te invitamos a leer el número.

Autor: Alejandro Arturo Martínez

Alejandro Arturo Martínez es candidato doctoral en la Universidad de Princeton (Estados Unidos). Licenciado en Letras por la Universidad Católica Andrés Bello (Venezuela) y Magíster en Ética por Universidad Alberto Hurtado (Chile). Su área de interés es la literatura, el cine y las artes visuales latinoamericanas contemporáneas.