Recibir la invitación a participar en calidad de orador, cronista u observador anfibio de la celebración del Día de la Madre (en Venezuela es el segundo domingo de mayo, pero en Argentina es el tercer domingo de octubre) fue demoledor.
Durante varios días me encerré en mi estudio a cocinar severas y hondas reflexiones que arrojaron, entre otros resultados, esta primera y reveladora conclusión: soy un venezolano que no vive en Venezuela.
Algunos juzgarán esto como algo demasiado obvio. Pero se equivocan. En asuntos de geografía y educación sentimental las cosas no son tan sencillas. Intentaré explicarme.
Me considero un extranjero que habla y piensa como venezolano y todo parece indicar, hasta que se demuestre lo contrario, que seguiré siendo aquello que nadie sabe exactamente qué diablos es y que se denomina venezolano. Nací, me crié, estudié y trabajé en Venezuela pero mi hijo no es venezolano.
Pude ser boliviano, nicaragüense, brasileño. Nunca sueco ni japonés. No tengo la culpa, ni estoy enojado por eso. Simplemente soy venezolano a secas, sin adjetivos, sin alma llanera (¿o playera?). Soy venezolano como pude ser brasileño, nicaragüense o boliviano. Es decir, un individuo nacionalmente extranjero. Un patriota en apuros.
La segunda y no menos reveladora conclusión a la que llegué fue la siguiente: mi relación con mi gentilicio es directamente proporcional a mi relación con mi edad. No tengo problemas en confesarlo, pero a medida que pasan los años el asunto se va complicando cada vez más.
Ahora bien, cuando me piden participar, así sea en calidad de espía o secretario fantasma en eventos vinculados a las fiestas patrias, a nuestras efemérides apoteósicas o a conmemoraciones como el Día dela Orquídea, suelo responder: “preferiría no hacerlo”. En materia de extravagancia nacional soy testarudamente Bartleby.
En definitiva: vivo en Argentina e imagino Venezuela. Vivo Venezuela e imagino en Argentina. Lo que no quiere decir que imagine en argentino o que viva en Venezuela. Pero si ocurriera lo contario, ¿cuál sería el problema? ¿Me explico? ¡Qué enredo!
Seamos honestos: leo y escribo como venezolano que no vive en Venezuela pero vuelve cada tanto a ensayar aterrizajes forzosos en el aeropuerto de Maiquetía.
Pero sobre todo vuelvo mentalmente, en sueños aeronáuticos y maravillosos, asistido por muletas mentales, en silla de ruedas mentales pero vuelvo, con la ayuda de las malas noticias, Facebook o Google Maps, con el auxilio de libros-brújula como El cuaderno de Blas Coll de Eugenio Montejo, o con la asistencia de la memoria que siempre nos miente (no se sabe para qué ni con qué objeto nos miente pero siempre lo hace la muy desgraciada), a mi país de origen, ¿país de origen? Más específicamente a la ciudad donde nací, o más detalladamente a una casa, que algún día dejará de existir como le ocurre a todas las casas, o a un puñado de amigos que, al igual que yo, algún día también dejarán de existir. Por eso el país de uno es, en definitiva, una sucesión de cosas que existen y no existen, una larga lista de casas, calles, personas o aromas. Y para ser todavía más precisos una sucesión casi infinita de palabras, bares o amigos que uno admira, abraza, usa, abusa, extraña, intercambia, para que al cabo de algunos años todo pase al archivo nacional de nuestra maldita memoria.
Con todo esto quiero decir que mi venezolanidad (¿qué habrá detrás de este neologismo?) es algo parecido a una caja de herramientas con las que armar o desarmar algo, una especie de taller mecánico al que suelo acudir con el overol manchado y las manos siempre sucias, algo parecido al laboratorio de un doctor chiflado, un espacio en el que me encierro varias horas al día sin el auxilio de un manual de instrucciones. Entonces hago uso de mis abstractas herramientas nacionales y pongo manos a la obra: con el destornillador saco las piezas oxidadas del motor que ahora pierde aceite, con la lima eléctrica hago añicos algunas asperezas inservibles, y con la llave inglesa cierro el grifo de los goteos incesantes, esas incómodas secreciones que nunca dejan de aparecer. Hablo de un taller donde reparar algunas cosas asociadas, pienso yo, a mi subjetividad. Donde también sufro frecuentes accidentes laborales.
El otro día le pregunté a mi hijo:
—¿Qué estás dibujando, Manuel?
—Un teleférico, el teleférico del país en que naciste.
La respuesta me provocó una risa bastante nerviosa. Yo, iluso, ingenuo, había pensado que el país en el que nací era también el país de mi hijo. Y de alguna manera lo es, claro que lo es, pero de una forma oblicua, como si Venezuela fuera para él un país heterónimo. Entendí, entonces, que la identidad nacional de mi hijo no era asunto mío. Que yo no podía ejercer proselitismo alguno con mi deshilachado estandarte. Por supuesto yo le canto a Manuel canciones de Otilio Galíndez, le digo chamo, le leo Tintín con acento caraqueño, le cocino arepas, arroz blanco, riego con leche condensada su gelatina, le cuento historias de la bruja del Ávila y escalofriantes relatos protagonizados por el temible doctor Gottfried Knoche. Pero nada de eso tiene que ver con la identidad que es un asunto demasiado resbaladizo, demasiado difícil de identificar. Entonces pensé: así deberían construirse las identidades, en el páramo de la más absoluta soledad. Sin la intervención de nadie. Mucho menos de un padre. Ni hablar de una bandera.
Así, el teleférico del país en el que nací de pronto se convirtió, gracias a mi hijo, en el emblema de mi gentilicio: algo que sube hacia las altas cumbres de lo inevitable, y luego desciende hacia las cotas más planas de mi excesiva e imperfecta manera de ver el mundo. A través de los cristales del funicular puedo ver cómo se aleja y cómo se acerca ese lugar al que pertenezco, o al que alguna vez pertenecí, o al que jamás dejaré de pertenecer, o al que pertenezco intermitentemente como si entre los dos mediara un semáforo, deténgase-avance-deténgase-avance, o como si fuese una sucesión de sueño-vigilia-sueño-vigilia, o como una relación en la que las separaciones y reconciliaciones son moneda corriente. Es decir, un lugar para el que la palabra pertenencia queda demasiado corta, o peor aún, resulta inexacta, porque entre eso (país, memoria, como se llame) y yo no hay relaciones de pertenencia sino de impertinencia, de imprudencia, de desconsideración de mi parte. Me refiero a mi molesta manía de pensar, en la distancia, en un país en el que no vivo, y al mismo tiempo pensar también en el país en que vivo, de modo que se me van los días pensando en dos países, se me mezclan las geografías, la subjetividad se me bifurca. Y quizás por eso siento que me he convertido en un mecanismo retroactivo de reacciones algo anacrónicas, un tipo que disimula medianamente bien su carácter fantasmal, un individuo (suena soberbio decirlo) un poco más humilde, pero sobre todo más escéptico.
(Publicado originalmente en el portal Las malas juntas)
(Fotografía de Sebastián Merkl, tomada de Caracas Caos)