Lo recuerdo. Y puede que sea mi primer recuerdo sobre política venezolana. Sucedió hace diecinueve años, cuando yo tenía apenas cinco. Estaba con mi papá, mi mamá y mi hermana. Habíamos salido a la calle por el cierre de campaña de un candidato mediocre, como todos los de esa época, como cualquier otro. Menos uno.
El huracán Chávez había revolucionado el panorama; la política, antes intrascendente, se había convertido en un discurso apasionante, que hacía vibrar a la gente, que polarizaba y, sobre todo, que movilizaba a unos y otros: los que estaban de acuerdo y los que estaban en contra. Por eso estábamos en la calle ese día: no por la política, por Chávez, el militar, el del golpe de Estado, el del “por ahora”.
El sol comenzaba a ocultarse y un atardecer morado inundaba el cielo caraqueño. Paramos para poner gasolina y pasó. Llegó una caravana grande y ruidosa. Varios cuerpos se asomaban por las ventanas. Levantaban ambos brazos a la altura de la cabeza: con una mano hacían un puño y acto seguido la estrellaban con fuerza en la otra mano. El gesto se volvería popular poco tiempo después.
Bajé del carro con mi papá, él se paró a mi lado, se agachó para estar a mi altura y los señaló con un dedo. Yo estaba absorta, viéndoles. “Míralos bien”, me dijo, “míralos bien porque ellos van a acabar con tu país”. Sentí miedo incluso antes de su sentencia. Sentí miedo porque sus gestos eran violentos, su rabia era evidente, incluso para una niña de cinco años.
Hoy tengo veinticuatro años. Ya no vivo en Venezuela. He estudiado para ser periodista. Me he mudado a otro continente para hacerlo “en paz”. Y mi principal motivación ha sido sólo ésta: contar la historia, nuestra historia. Pero, ante todo, entenderla. O tratar.
Aquí estamos: han pasado diecinueve años desde aquella tarde. Es 19 de abril de 2017. Una parte del huracán Chávez sigue marcando la pauta política de Venezuela: todos se movilizan, los que están a favor y los que están en contra.
Todo se polariza. Una marcha respalda al Gobierno, que ahora preside Nicolás Maduro, y clama por penas máximas para los “terroristas” de la derecha traidora. Otra denuncia una ruptura del orden constitucional y acusa al primer mandatario de dictador, de represor, de criminal. El hilo conductor, sin embargo, es el mismo: la rabia, la violencia, el hartazgo. Eso sí nos une a todos.
Pero las armas nos diferencian. Y los métodos también. Nos diferencian las torturas televisadas, las bombas lacrimógenas vencidas que lanzan desde helicópteros, los perdigones a quemarropa, una que otra bala que, casualmente, suele impactar en la cabeza. Al otro lado hay piedras y bombas molotov. Gente que no tiene nada que perder se enfrenta a gente que lo puede perder todo: la combinación es explosiva.
Mientras escribo, Venezuela marcha y se manifiesta. Hoy se deciden posturas. Figuras políticas se perfilan. Campañas y estrategias, un nuevo discurso rancio. Así, en el esplendor de la más tradicional mediocridad criolla, la hegemonía continúa en disputa. El mundo observa. Se escriben las versiones.
Mientras yo escribo esto, un manifestante opositor recibe un tiro en la cabeza. Y creo que los morochos Sánchez, dos estudiantes de Ciencias Políticas de la UCV y militantes de Primero Justicia, ya han sido trasladados a la cárcel de Tocorón. Miles de manifestantes arriesgan su vida en enfrentamientos contra la GNB. E incluso los que ya están resguardados en sus casas se arriesgan porque un PNB puede disparar una bomba lacrimógena dentro de su vivienda. Así, sin más.
Mientras yo escribía el párrafo anterior, desde la más honda indignación que nubla hasta las palabras y acalora el cuerpo, el joven de 17 años al que le dispararon en la cabeza falleció.
Escribir sobre Venezuela es difícil, abruma. Diecinueve años pasan en un segundo que parece destinado a repetirse una y otra vez, hasta el fin de los tiempos. La circularidad marea, confunde. Venezuela es el limbo de la injusticia. Tratar de explicarla, de apaciguar el tono, es imposible. Es imposible porque duele en las entrañas, en la infancia que no fue, en la juventud que no será, en todos los viejos que no vamos a conocer porque nos fueron arrebatados.
Y a algunos aún no les basta: Nicolás Maduro amenaza con armar a un millón de milicianos. Amenaza con el Plan Zamora en verde. Amenaza con ser un pendejo mediocre que ha llegado al poder por el dedo de un moribundo y ahí sigue. Amenaza desde el absurdo más absoluto. Amenaza y hay que contarlo.
Contar que en dos semanas ya son 538 las personas detenidas en protestas, según denuncia el Foro Penal. Contar que algunas de ellas serán torturadas, como los gemelos Sánchez, como Marco Coello y otros que la dinámica veloz de este país nos hace olvidar. Contar que a algunas personas les parece bien porque les dicen en cadena nacional que pensar distinto es terrorismo.
Hace unos días mi hermana mayor recordaba la marcha del 11 de abril de 2002. Me contó que mi reacción al ver las noticias, que reportaban muertos y heridos, fue llorar y denunciar ante mi padre, mi institución de mayor autoridad, una frase corta: “nos están matando”. Yo tenía nueve años. Hoy, quince años después, mi denuncia es la misma: sí, nos siguen matando. Sus políticas, sus malandros, sus cuerpos de seguridad. Su arrogancia nos está matando en el nombre de una patria que ya no existe.
(Fotografía de Iván Ernesto Reyes)