Al momento de ver películas, hay una expresión que a mí siempre me ha atraído, sobre todo por la libertad de creación por la que parece abogar: «cine independiente de Estados Unidos». Lo malo es que muchas —la gran mayoría— de las películas que se presentan bajo este rótulo son tan complacientes con el público y con la institución cinematográfica y cultural, que hasta parecen hechas para ser premiadas y, por tanto, legitimadas por el mismo campo que pretende estar cuestionando. El director Shane Carruth conoce estas carencias y complacencias que la mayoría de las veces ofrece el cine independiente norteamericano. Por esa razón, su película Upstream color (2013) busca —y lo logra— ser tan ruptural y desestabilizante como sea posible. El filme se apoya sobre unas imágenes sueltas, sin conexión aparente, que van hilvanando una historia tan intrincada y fragmentaria que, en principio, parece no estarse contando nada en absoluto.
La narración resulta tan compleja y tan difícil de penetrar que un crítico, o no sé si un bromista, dijo que explicar el argumento de la película era un ejercicio de «cómica futilidad», y tiene razón. Comienza con un hombre que, sirviéndose de ciertas plantas y alguna rara especie de gusano, confecciona una suerte de droga que más tarde será administrada a la protagonista, Chris, con el fin de robarla sin que esta caiga realmente en cuenta de lo que está sucediendo. Los procedimientos que sigue el perpetrador del crimen para lograr esto último nunca quedan del todo claros —hay algo que tiene que ver con la novela Walden (1854) de H. D. Thoreau, algo con el agua, algo con unas cadenas de papel—. Sólo sabemos que en algún punto el gusano, extraído por medio de una suerte de resucitación a través de una rara transfusión que incluye el cuerpo de la mujer y un cerdo (¿ahora ven por qué lo de cómica futilidad?), ya está fuera de su sistema, pero ella queda sin un solo céntimo en su cuenta bancaria, sin trabajo por las sucesivas faltas injustificadas y sin el más mínimo recuerdo de lo que le ha sucedido. Un año más tarde —aunque tampoco queda del todo claro el tiempo que transcurre— conoce a un hombre con quien tiene una extraña conexión casi metafísica, como si tuviera la certeza absoluta de conocerlo desde siempre —o eso parece insinuar la narración. La relación amorosa que se desarrolla entre ambos es, como no podía ser de otra manera, inusual, y es contada de una manera tan alejada de la convención, que poco es lo que se puede extraer de ello, aunque parece darse a entender que el hombre sufrió la misma experiencia que ella, incluso cuando ninguno de los dos recuerde con exactitud lo que les ha pasado.
Después de haber triunfado en el festival de Sundance con su película Primer (2004), Shane Carruth vuelve a dejar anonadado a la crítica y al público con Upstream color. Esta vez no sólo desafía las leyes (que no son tales) de la narración —eludiendo el diálogo en muchas partes, agrupando elementos poco usuales en una sola secuencia, cortando las escenas un poco antes de lo que un director (más) convencional lo haría, conjugando muchas imágenes en una sola—, sino que plantea la pregunta incontestable de cuánto conocemos realmente de las personas que integran nuestra vida y, mucho más importante aún, cuánto conocemos de nosotros mismos, hasta qué punto cada etapa de nuestra existencia no significa un nuevo comienzo, como si todo lo anterior no existiera o como si el pasado fuera sólo una película mal filmada de la que no tenemos sino pequeños fragmentos. Incluso el filme se atreve a preguntarse si la vida de cada uno de nosotros nos pertenece enteramente, o si más bien los recuerdos que conforman nuestra existencia son escenas robadas o copiadas de la vida de otro o de otros. Sea como sea, Upstream color ciertamente representa un reto para el espectador; aquel horizonte de expectativas del que, en algún momento, habló un teórico de la literatura, se ve revuelto, mutilado y destrozado. El sentido se va diluyendo, dilatando, huyendo. Y sin embargo, no puedes apartar la vista de la pantalla.