A simple vista, el título de estas notas pone en relación dos asuntos aparentemente muy distantes: la noción del erotismo y de lo erótico y ese objeto que llamamos diccionario. Sin embargo, podría decirse que la historia de un objeto es siempre una historia erótica en la que se muestran las tensiones que a lo largo del tiempo se dan entre el hombre y ese objeto. Toda relación hombre-objeto (físico o abstracto) es en cierto modo erótica, y la que se da entre el hombre y el diccionario no lo es menos, por lo que se podría hablar de una erótica del diccionario que establezca los principios que rigen esa relación.
Evidentemente lo que aquí se hace es una abstracción y se trata de algo que no ocurre necesariamente cada vez que hacemos uso de un diccionario o buscamos una palabra. Sólo cuando despojamos a ese objeto de su utilidad podemos establecer con él una relación erótica. Lo que nos importa no es llegar a la palabra buscada, sino la búsqueda. Lo que nos importa no es la verdad, sino la imagen.
Cuando la serie Penguin Classics publicó en 2007 una antología del célebre A Dictionary of the English Language que Samuel Johnson publicara en 1755, se estaba admitiendo que se trataba de una obra que podía leerse, además de consultarse, y por lo tanto era susceptible de mostrarse en una selección, como un conjunto de poemas o de cuentos. A esa antología evidentemente no se va a buscar palabras, sino que se va a leer, porque todo diccionario es también un relato.
En ese sentido, se define a la persona de la que hablaremos: el lector de diccionarios, capaz de establecer una relación especial con ese objeto del deseo que despierta en él distintas formas de erotismo.
En principio, hay que destacar que todo lector de diccionarios es una especie de voyeur. Desde afuera, desde lejos, sin ser visto, observa lo más íntimo de las palabras: sus rasgos semánticos. Apropiarse de la intimidad del otro es poseerlo, y sólo poseemos las palabras cuando conocemos su significado, su ser.
Hay, sin embargo, una diferencia entre el hablante, que usa las palabras, y el lector de diccionarios, que las descubre, aunque el segundo nunca pueda escapar a su naturaleza de hablante. No hay erotismo sin voluntad, es decir, el objeto por sí mismo no forma parte del proceso hasta que el sujeto no lo atrae voluntariamente; sólo cuando esa atracción se hace consciente, entonces aparece el erotismo. El hablante hace uso de las palabras como herramienta, en un proceso en el que la identidad semántica se mantiene escondida, implícita. Es cuando esa identidad se hace explícita, cuando descubrimos la red interna de significaciones, que nos encontramos cara a cara con las palabras, que se convierten en nuestro objeto. Solamente así podemos amarlas.
Ese amor por las palabras puede manifestarse de diversas formas. El lector de diccionarios se siente atraído por diferentes objetos, encuentra el placer en las distintas maneras de aproximarse al léxico, entre las que podemos encontrar: 1) el que siente placer con el significado de las palabras: busca un diccionario general de lengua; 2) el que siente placer con el misterioso origen de las palabras: busca un diccionario etimológico; 3) el que se siente atraído por la historia de una voz a través del tiempo: su objeto es el diccionario histórico; 4) aquel cuya pasión reside en la lengua ajena: encuentra su espacio en el diccionario bilingüe; 5) quienes experimentan el placer de ver cómo se combinan las palabras: el diccionario combinatorio; 6) el que disfruta con el deseo de relacionar las palabras con el mundo: llegará al diccionario enciclopédico.
El placer por la palabra, a veces, lleva al lector de diccionarios al deseo final: la confección de diccionarios. El lexicógrafo es siempre, en principio, un gran lector de diccionarios y un enamorado perpetuo del lenguaje que convierte su amor en arte, en técnica para transforma la observación en descripción. Aparece entonces una incipiente obsesión: clasificar lo que amamos.
Y es que el lector de diccionarios es obsesivo. Tras la primera obsesión por descubrir aparece la obsesión por acumular: también es un coleccionista. Quiere tener todas las palabras, es capaz de cualquier cosa, de llegar lo más lejos posible, sólo para conseguir aquella palabra que busca. Y no basta con tenerla una vez, porque un ejemplar no será igual al resto, es una nueva obsesión, no se acumulan solamente palabras; también es necesario acumular diccionarios. Y en ese afán de coleccionar y catalogar, aparece la suma: el Thesaurus o Tesoro, el diccionario de diccionarios, el que lleva al extremo el delirio de la recopilación.
Sin embargo, el deseo se compone también de lo que no se puede poseer, de aquello que queremos tener pero no es posible. Como en todo acto erótico, a veces es más importante lo que se calla que lo que se dice. El lector de diccionarios se emociona con las ausencias, disfruta con el placer de no encontrar lo que busca. El lector sabe que, en un diccionario, una ausencia es también siempre una sugerencia.
El lector de diccionarios disfruta con el placer de lo arbitrario: se entrega al orden alfabético, un orden irreal en el que podemos ver juntas palabras que jamás se encontrarían cara a cara, entre ellas, en el habla. La lexicografía reúne sobre el papel lo disímil, traiciona a veces la semántica para ceder ante la forma, bajo las cadenas del significante. Sólo una especie se rebela: el diccionario ideológico, que va de la idea a la palabra.
Vemos, pues, que el diccionario recoge las obsesiones y los placeres que lo convierten en un objeto del deseo. Entre el hombre y la palabra nace la tensión de lo erótico cuando se trata de una palabra dormida, fuera de su contexto de uso, convertida en objeto. Como coleccionistas, amamos cada pieza, las cuidamos, las clasificamos, las mostramos, hacemos de ellas una taxonomía.
En el año 2011, el francés Alain Rey, maestro de lexicógrafos, publicó un libro llamado Dictionnaire amoureux des dictionnaires, que condensaba en 998 páginas algunos de los nombres y conceptos más cercanos a quienes amamos las palabras, a quienes sentimos el placer del diccionario. Recorrer sus páginas es participar del amor, del deseo, del placer que han sentido a lo largo de la historia quienes se han dedicado al muchas veces solitario arte de confeccionar diccionarios. Es participar de las múltiples maneras de amar las palabras y encontrarse con detenimiento frente a una de las condiciones que como humanos nos caracterizan: el lenguaje. Es, en definitiva, experimentar el placer que produce la capacidad de nombrar, que es lo mismo que la capacidad de amar.