Uno ve como acaricia, de Gabriela Mesones Rojo

Originalmente publicado en el quinto número de Cantera.

Ahí estaban otra vez. Con el cuerpo todo tenso y brillante encima de la mesa. Ella le hablaba al oído y yo me imaginaba que le estaba diciendo “cógeme papi, dale, cógeme así”, aunque realmente pudo haber estado diciendo cualquier cosa. Pudo haber estado diciendo “esto está tan rico como unos espagueti boloñesa”, o pudo haber estado susurrándole al oído que hiciera silencio porque los niños iban a escucharlos. También pudo haberle estado diciendo que recordara vaciar la lavadora al terminar, o que le diera más duro, o más suave, o simplemente más. Pervertidos todos. Siempre me gustaron los sitios con ventanales amplios. Al principio pensaba que era por la calidad de la luz, pero realmente es porque creo que las ventanas grandes le abren la mente a uno. Desde la ventana uno es como Dios. Digo como Dios, y no Dios, porque uno se puede parar ahí con el pecho lo más grandote posible, a verlo todo, y aun así, realmente, no eres Dios. Ojalá lo fueras. Pero, sí que lo ves todo sin excepción, y eso te acerca un poquito a todo lo celestial. ¿Será eso? ¿Será que Dios es realmente el gran voyeur? En fin, la ventana de la sala siempre fue mi sitio favorito. Desde ahí veía a los que limpiaban la calle en la madrugada, como fantasmas con camiones que recogen el desastre de la gente como yo. Veía a la anciana del piso 5, cenando sola todas las noches, pero sirviendo dos puestos en la mesa. Llenaba dos copas de vino y brindaba con el aire, con una sonrisa que no era sonrisa, pero sí que lo era. Después lloraba hasta que se quedaba dormida. Al principio me pareció la vieja más triste del mundo. Pero su sueño siempre era tan placido como el de un bebé borracho. Yo no duermo así de bien. Nunca pude. Aunque en cierta forma me gustaba verla, su vida era lo más inapetente del mundo. Era una mujer solitaria y patética, y ver su vida era como ver una película aburrida, de esas que hacen que te duermas y se te salga la baba. Esta pareja, la de la boloñesa y la lavadora, también era aburrida. Mamá y papá tenían una vida tediosa, y cualquier persona que los viera con placer estaba en vainas raras. Sus días se me hacían interminables, pero tenían a los niños. Y mientras mamá y papá estaban ahí frotándose los unos con los otros y diciéndose guarradas al oído, los niños estaban persiguiéndose en el piso de arriba. Habían hecho una cueva de sábanas y estaban corriendo mientras movían histéricamente unos tubos de plástico por el aire. Eran soldados y defendían el palacio, y ambos se veían hermosos, riéndose y con los tubos en sus diminutas manos. Y mientras tanto, Papá le metía el dedo en el culo a mamá y ella le susurraba cosas al oído y se tocaba los pezones. Eventualmente papá le sacó el dedo del culo a mamá, y los niños siguieron agitando los tubos, gritando y riendo y haciéndose cosquillas. Eran espléndidos.

No era la primera vez que veía a mamá y a papá perverseando por ahí. La semana pasada los había visto en el carro; ella montada encima de él, moviéndose lento, con ojos que parecían fuego y los pezones todos filosos bajo la camisa. A los niños, en cambio, los veía todo el tiempo. A él lo llamaremos Alvin, como la ardilla, y a ella la llamaremos Sofía, “cómo la diosa de la sabiduría”, me dijo alguna vez un pendejo. Alvin era pequeño y con el pelo cortado como si fuera un flequillo de celofán; y Sofía tenía el pelo hasta la cadera, brillante y sedoso. Siempre pensé en decorarle la cabeza con diamantes e hilos de oro, como si fuera una faraona hija del sol y la luna. Alvin estaría a su lado, gobernando desde un trono de hierro forjado y esmeraldas, con su voz aguda y su sonrisa malvada. Ese sería mi regalo. Eran unas criaturas benditas, y mamá y papá jamás los entendieron. Una vez pude ver a Sofía, viéndose en el espejo mientras se tocaba la barriga. Apretaba por un lado y apretaba por el otro, y yo lo que me imaginaba era que Sofía estaba pensando que estaba gorda. Seguro empezó a ver los cuerpecitos de sus amiguitas y por alguna razón se sintió mal; y ahora estaba ahí frente al espejo con cara de preocupación y unas pantaletitas rosaditas bien bonitas. Rosaditas con florcitas azules, imaginé después. O quizás eran ositos con lazos blancos. Así era Sofía de tierna y de mansita. Tan chiquita como para tener unas pantaletitas rosadas de ositos con lazos blancos bañándose en una lluvia de flores azules. Sofía me preocupa. Está viviendo cosas muy duras y nadie la entiende. Yo la entiendo claro, nadie la entiende sino yo. Mamá se la pasa dando vueltas alrededor de papá, como una leona buscando presa; y cuando no, se la pasa hablando por teléfono, mordiéndose los labios y riéndose como lo hacen las tremendas. Cuando no estaba caminando, moviendo las nalgas de forma exagerada, estaba cabalgándose al esposo. Y papá, papá no se iba a quejar. Papá era el hombre más feliz del mundo. Tenía a ese mujerón en la cama, y tenía esos dos hijos magnificentes que no sabían nada acerca de sus depravaciones. Yo tampoco me quejaría. Aunque si yo fuera papá, creo que me gustarían como más tranquilitas, más inexpertas. Que tengan ese brillito en los ojos cuando les empiezas a tocar el clítoris así bien lento y bien suavecito. Que sonrían como si les estuvieras mostrando la entrada a El Dorado. Sofía iba a terminar así también. Era la desgracia más absoluta, imaginármela retorciéndose por todos lados mientras le chupaba los dedos a uno de estos tipines fortachones, pero retardados. Sería de las que se montan encima y no dejan de hacer lo suyo hasta que estés ahí con los ojos medio blancos y la baba por todos lados. Sofía se iba a convertir en una de esas mujeres que te tienen el cuerpo cartografiado, y que saben qué hacerte y cómo hacértelo y cuándo hacértelo. Iba a moverse por el cuerpo de los hombres como si fuera un gato trepándose por la espalda de un niño. Era una calamidad. Ay, mi pequeña Sofía. Yo sí que me quejaba. Pensaba en Sofía y en Alvin bajo el mandato de esos degenerados. Papá y mamá tenían ahí en la casa a esas dos pequeñas criaturas, tiernitas, tiernitas; con esas sonrisas chiquititas y los dientes de leche. No les importaba en absoluto. Les importaba más empezar a tocarse en la sala, meterse los dedos en el culo y lamerse por todos lados. Era una locura. En la cocina. En la sala. Seguro también en el baño, en el comedor, la puerta de entrada y en el ascensor. Como si esa mujer no fuera madre. Como si ese hombre no fuera padre de familia. No hay derecho. Ningún tipo de derecho. Sofía ya había estado en pantaletitas rosadas frente al espejo, viéndose obsesamente la panza y nadie, sino yo, se había dado cuenta. Mamá seguía ahí vuelta loca buscando fiesta en cada segundo de soledad. Y papá; pues él feliz. Él qué va a saber nada de verse obsesamente la panza. Había pensado en acercarme a Sofía. Verla de cerca y tocarle los pelitos de los brazos. También le podía tocar la panza y decirle que era hermosa, la panza más bella de todos los planetas de las galaxias. Y Sofía tendría que confiar, claro, en mi mirada más que en mis palabras. Tengo que asegurar que los ojos no se me van a poner todos locos cuando la vea; y también tengo que asegurar que no haya nadie cerca para vernos a nosotros. Nadie estaría invitado a tan importante ocasión. La gente está toda muy loca y ya nadie duda en caerte encima como lobos. Yo te digo hermano, es como si pensaran que uno ve como acaricia. Piensan que tienen derecho de gritarte si estás ahí en el parque con la mirada fija. Piensan que van a llamar a la policía aunque estés ahí todo mansito sin tocar ni una mosca, solo porque te sientes a gusto con la mirada. Todo el mundo ve y todo el mundo toca. Pero yo, yo no tengo derechos. Yo me tengo que arrancar los ojos con dos pinzas calientes, y ahí sí, todos contentos. Si te digo la verdad, yo sé que jamás le podré tocar la panza a Sofía. Voy a tener que verla desde acá, a la distancia, hasta que ella, como la mamá, se empiece a cabalgar a sabe Dios qué calamidad de ser humano. Seguro es uno de estos hombres que, efectivamente, le dice que está gorda. Pero, al menos hoy la veo, y lo pienso: qué panza tan hermosa, Sofía. Qué piernas tan preciosas y qué piel tan exquisita. Qué ojos tan brillantes y qué dientes tan diminutos. Qué cabello de princesa y qué sonrisa tan blanca. Qué cachetes tan esponjosos, adornados por una galaxia de lunares. Qué uñas tan suaves. Qué buen lejos tienes, Sofía. Sofía hoy no aparece, no la he visto ni un segundo y temo que se haya ido de esa casa de perversión. Qué miedo me da levantarme un día y que Sofía ya no esté. Algún día se irá a la universidad; y se casará, y tendrá en su casa un hogar similar al que yo veo por la ventana. Tendrá una vida igual a la de mamá y papá. Y yo no estaré ahí para verla. Sofía, aparece, por favor. Su puerta se abre. Instantáneo relámpago. Tu aparición. Oh, Sofía.


Gabriela Mesones Rojo (Venezuela, 1989) nació en un hospital de abortos poco después del Caracazo. Escribe de cine para justificar ver tres películas al día y escribe narrativa para justificar la vida misma. Ha colaborado en revistas españolas (Cine Maldito, Ochoquince, Way Out); en revistas latinoamericanas (Ovnibus, Scifiworld, entre otras) y en numerosas publicaciones venezolanas. El cigarro es su pastor y Dios debe ser algo así como Guadalupe Nettel.

Autor: Alejandro Arturo Martínez

Alejandro Arturo Martínez es candidato doctoral en la Universidad de Princeton (Estados Unidos). Licenciado en Letras por la Universidad Católica Andrés Bello (Venezuela) y Magíster en Ética por Universidad Alberto Hurtado (Chile). Su área de interés es la literatura, el cine y las artes visuales latinoamericanas contemporáneas.