Retazos y combinaciones

Yo siempre he sido un lector de novelas. Claro que decir siempre equivaldría a decir que desde chico las leo, lo cual no es del todo cierto, porque mi vida como lector impulsivo comenzó hace muy poco y como lector con cierto criterio hace menos aún, y puede que todavía no esté allí. Pero el catálogo de lecturas que llevo a cuestas comprende sobre todo novelas, algunos libros de cuentos, algunos ensayos y muy pocos poemas.

De un tiempo para acá, sin embargo, me he sentido atraído por textos que, por no encontrar una palabra mejor, los críticos han llamado “híbridos”, pues participan de varias formas establecidas en la literatura. Así, El arte de la fuga, de Sergio Pitol, se ha convertido en uno de esos libros sobre los que siempre vuelvo, sobre los que siempre pienso y tiendo a releer todo el tiempo. Ese texto reúne en un solo volumen cuentos, relatos breves, entradas de diario, recuerdos de infancia, reflexiones sobre lo literario, confesiones, descripciones de viajes por el mundo y hasta disquisiciones sobre la efectividad o no de la hipnosis como mecanismo para abandonar el cigarrillo.

No es verdad, pero me gusta creer que ese carácter fragmentario, arbitrario, combinatorio, irreverente y casi anti-narrativo que tiene El arte de la fuga fue lo que me condujo a leer una “obra” como Simone, de Eduardo Laloy a entusiasmarme con ella. En ese texto también encuentro muchas de las particularidades que me hicieron disfrutar del libro de Pitol, aunque no se parezcan mucho entre sí (o mejor, aunque no se parezcan en nada).

Lo que me resultaba más interesante ─luego de superado el deslumbramiento inicial y después de muchas lecturas─ de este tipo de libros era cómo cuestionaban, desde el propio ejercicio literario, a su institución, poniendo en duda, sobre todo, su racionalidad progresiva y lineal y el engranaje armónico de todas sus partes, como si la literatura fuera un mecanismo que funciona orgánicamente, a partir de una “lógica” secuencial que el que escribe debe seguir para consolidar la trama y la anécdota como núcleos del hecho narrativo.

El argumento de Simone, en términos amplios y un poco pedestres, se podría resumir en unas pocas palabras, en unas cuantas y sencillas líneas: un escritor sin nombre, mientras recorre sin rumbo las calles de San Juan de Puerto Rico, escribiendo sobre cualquier pedazo de papel que encuentra y en los lugares más variados, comienza a recibir unos curiosos mensajes de origen desconocido. La mayoría de esos mensajes contienen lo que, a todas luces, parecen citas sacadas de distintos libros, aunque esto nunca queda muy claro. Algún tiempo después, y casi sin previo aviso, se revela que el misterioso emisor de los extraños recados es una empleada de un restaurante chino que el escritor visita con cierta regularidad. El nombre de esta mujer es Li Chao y admira la obra del anónimo autor que es también el narrador y protagonista de la historia. Ambos inician una inusual relación amorosa que termina casi al momento de comenzar. El narrador, una vez terminada la relación, retorna a su errancia sin fin por el paisaje urbano.

Simone es un texto que rompe con esa condición “lógica”, que durante un tiempo se había convertido en estatuto de lo que era o no literario, y de su utilidad como un registro que permite la transmisión de cierto tipo de saber a través de sus historias o relatos simbólicos. En Simone, muy por el contrario, se trata de escenificar al acto de escritura como un ejercicio que se complace en su futilidad, que no busca decir, que se conforma con el mero “gesto” contenido en sí mismo. De esa forma la narración se va interrumpiendo continuamente y cada nueva línea va funcionando como un freno del relato, como un detenimiento, como una suspensión, como un negarse a seguir con él. Esa constante negación del “deber ser narrativo” ─como lo llama Mario Bellatín─ a diferencia de lo que aparece en un libro como El arte de la fuga, se encuentra expresado en el texto en esos retazos de papeles que se dejan regados, sin saber muy bien por qué, a lo largo de la ciudad de San Juan, y en la misma voluntad de Lalo como escritor que posterga casi al infinito un desenlace para su texto y sus personajes.

Hay, sin embargo, otro libro que jugó un papel importante para que la reflexión sobre el texto de Eduardo Lalo adquiriera un sentido y no se desvaneciera en el aire: El último lector, de Ricardo Piglia. En esa especie de ensayo narrativo ─volvemos con el tema de lo híbrido─ se describe, desde el inicio, la ciudad en miniatura que un hombre, argentino y habitante de Buenos Aires para más señas, mantiene como un trofeo escondido en su casa. La ciudad, según la descripción de Piglia, es una muestra de lo que su paciencia y esfuerzo son capaces de lograr, ya que es una réplica que quiere ser exacta a la “ciudad real”. Por supuesto, la urbe diseñada por aquel es mucho más elaborada y artísticamente mejor lograda de lo que Buenos Aires realmente es.

Lo notable de la anécdota de Piglia es que el hombre mantiene a la tal metrópoli aislada, oculta. Sólo deja que unos pocos conocidos la contemplen, como si no tuviera importancia el resultado en sí mismo (ver la ciudad) y las condiciones que determinaron su producción, como si lo importante fuera el “gesto” de la elaboración y construcción de ese objeto, más que las rentas ─bien sea económicas o de prestigio artístico─ que ello pudiera generarle al hombre. El trabajo y el esfuerzo de años están condenados a mantenerse encerrados en las cuatro paredes de su casa, lejos de las miradas indiscretas de los potenciales compradores o, al menos, admiradores de semejante obra. Una vez más, el placer se experimenta en el “gasto”, en el instante que transcurre mientras se realiza una acción, sin que lo que suceda luego tenga alguna relevancia, sin que lo que suceda después (la crítica) sirva como un criterio para rechazar o valorar el objeto confeccionado.

No es difícil relacionar la historia de ese hombre con la de los personajes y las situaciones referidas en Simone. Un escritor que pasa más de las tres partes del día escribiendo, desperdiciando su tiempo y su energía en una actividad que él sabe que no le rendirá ningún fruto, que sólo tiene la dudosa utilidad de producir libros en una sociedad que no tiene y quizás nunca ha tenido afición a la lectura. Una china con tendencias homosexuales que se empeña en producir y re-producir un arte inédito, no reconocido por nadie y que rompe deliberadamente con la representación, la mímesis, y con esto la relación texto (arte)-contexto. Ella solo se conforma con pegar las hojas en las que lleva a cabo su arte en las mugrosas paredes de San Juan, incluso teniendo la certeza absoluta de que estas serán arrancadas por cualquier vagabundo para usarlas de cobijas o puede que de paraguas. ¿No son acaso estas dos auténticas imágenes de lo que significar ser derrotado?

Hay, sin embargo, una victoria en ello, en esos libros, obras y escritores olvidados, en esos paseos sin rumbo y en esos encuentros y desencuentros efímeros de los personajes: el instante que dura el lápiz deslizándose sobre la superficie, el casi inaudible rasgueo del grafito sobre la hoja. Ese es el rastro inquebrantable, las huellas de una escritura y de un arte compuesto de partes, de líneas que jamás se unieron. Son los restos de una escritura y de una expresión artística que nunca pudo ser, que permanece escondida bajo un alud de residuos y de palabras lanzadas al aire.

Pero persiste el gesto único e irrepetible de realizar eso que se quiere hacer, sin pensar en consecuencias, porque desde el momento mismo en que esas acciones nacen, ya están condenadas al fracaso, a no surtir ningún efecto, a no extenderse, a no perdurar. Es por ello mismo que esos actos, esos gestos, esas muecas de algo que no busca concretarse, son posibles. He allí también una imagen de la libertad concedida al ejercicio del arte.