La página en blanco suele ser difícil para mí. La siento como un espejo que me refleja tal cual soy entonces, frente a la página vacía: vacío de contenido, con la mente en blanco. Embrutecido por su nada. Es algo así como si, desdoblándome esquizoidemente en el objeto con el cual trabajo, escribir se convirtiera, de alguna manera, en una trampa de la mente bajo la que escapo de este mundo a otro.[1] El dilema es que me siento igual de vacío que la página, frente a la nada de la página, y ese otro mundo (en blanco), en algún momento, aunque es por siempre vacío, por efecto de mi ojo empieza a simular objetos, formas, estructuras. Igual que un desierto lleno de espejismos. Las páginas al final se pierden bajo la tierra, el polvo, el olvido que trae el tiempo corriendo en indiferentes direcciones a la vez. Si de explicarlo se trata, digo que es el olvido al que se someten los valores iniciales según los que los signos y la escritura se imprimen. Por supuesto, mis reflexiones están en deuda. Ahora no me siento obligado a delatarme. Los dichosos signos, al alejarse de la referencia de contexto según la que surjen en su origen, por el paso del tiempo y sus cambios se convierten en cascarones vacíos, en una autorreferencia pura (significantes sin significado, forma sin contenido), en materia de reciclaje del universo.Y cualquier contenido al que se atenga cualquier signo trata de pura forma, estructura. Pura simulación… sí, Monsieur B. En principio (en mi primera reacción a la página inmaculada), estas formas van surgiendo de un limbo, como si en el silencio sonara su perfección, vacío del otro lado, fuera de mí mismo. Dentro de mí cuando escribo, la página produce el efecto de vaciarme. Termina por abstraerme en un parpadeo idiotizado, frente a la hoja rayada o lisa, o la que fuera, o frente a la pantalla y la hoja digital de texto. Blanco, negro. Blanco, negro. Abro los ojos y los cierro y nada cambia… Es otro mundo que, algo así (más que solo imaginativamente), se venga de este, lo destruye, lo rearma según otra corriente, otro flujo y otra pulsación, un pulso mortal que toma camino de mis manos escribientes y solo por el infinito placer de vengarse. Eso sí, la mecánica de la trampa funciona, marcha apaciblemente tan solo como un placebo imaginativo y al parecer escapo de mí mismo. Al punto de que, sensorialmente, frente a la página vacía no soy nada más que un puro objeto, una pura página, unos dedos (sobre el teclado) o una mano (agarrando el lápiz o el lapicero) articulando movimiento, y texto, bajo el influjo de una mecánica casi puramente inconsciente… Mientras ese mundo está vacío, todo en mí es vacío. Cuando la página empieza a llenarse empiezo a errar. A correr por las ramas, las tangentes de indistintas problemáticas sobre las que entonces, al escribir, marcha mi pensamiento errante. Mas mi escritura, en sí, mientras se escribe un algo que no trasciende a nada más que a una magnitud de espacio/tiempo que con los días se va acabando, en un intento por codificarse del vacío de la información reciclable que transcribe mi cuerpo, es solo la tinta que limitan indiferentes signos sobre hojas siempre vacías. Y es que en realidad, al final, escribir no lleva a ningún otro lugar. Y si frente a la página vacía todo en mí es vacío, mientras dreno información y voy llenando la página que poco a poco toma color, más blanco o, por defecto, más negro, más vacío se va haciendo el espacio dentro de mí. Todo lo que es escribo termina por no ser más que tecleos (en la máquina) o simplemente escritura al aire. En la página, un mundo de fantasmas, de espectros, que no existe, que está allí haciéndose un eco de silencio su objeto, sus palabras sin interlocutores reales. Cualquier trabajo que sobre esta situación en blanco he hecho, ha derivado en fracaso. Esa nada poco a poco va atrayendo, o, más bien, gestando, en perfecto disimulo, organismos informes, destinados a morir. Todo mientras me abstraigo, perplejo, caminando, a veces corriendo, sobre las ramas de indistintos objetos de análisis que no paran de rondar alrededor de recuerdos, recuerdos de mis pasos por caminos escabrosos de la vida. Objetos de análisis que ahora no me importan absolutamente nada, escribiendo. Sí, mientras me abstraigo en ellos, los descarto como posibilidades. Y que, bueno, contienen bastante de mi vida cotidiana en un país de mierda, en una ciudad de mierda. Bulla. Bueno, ni tanto. Pero sí, ruido, distorsión. Y en la distorsión de mi perspectiva, una perspectiva distorsionada que no distingue las distancias (ni lejos ni cerca), veo pasar por el flujo de mi memoria estos objetos desarmándose, como saliéndose de su órbita átomos de uranio en una especie diferente de fisión nuclear de átomos de lenguaje, palabras, entre las estructuras profundas de mis pensamientos igual que signos que explotaran e implotaran (cosa compleja ¿no?) en el espacio, en el abismo del espacio de la página vacía y mi mente, igual que la página (vacía y llena de ilusiones, fantasmas), donde se arman y desarman edificaciones de palabras (discursos). Entrechocando unos con otros en esa especie de explosión/implosión del lenguaje al procesarse y codificarse alguna información en mi mente oficiosa, ¿u ociosa?, la que fuera: miles, millones, millones de millones de signos cambiando su valor unos y otros. Muchos de estos forman/conforman parte de mi deseo por fijar ese impresionante ruido que no para de golpear las paredes de mi mente mientras me encuentro, enfrentado, con la página en blanco dentro de los márgenes en donde escribo. Al parecer, se trata de una leve psicosis. ¿De locura? ¿O de un trabajo de ficción? La decadencia allá afuera, en la calle, y aquí adentro por doble efecto de rebote de la realidad, en mi casa, me hace un eco por dentro. Lo siento así, el eco. No se trata del maricón argumento que se aplica intrincadamente en una queja sin antes tener conocimiento de causa, ni antes haber enfrentado nada de aquello por lo cual se queja. Este vacío, por ejemplo. Se trata de una enfermedad. Esta infinita pulsión de asco. O debería decir repulsión… Ante un abismo sin fondo visible, en el medio de un desierto de conciencias muertas y pendiendo de un hilo todo aquello que sostiene la vida, es bueno, recomendable, esperar a la muerte tranquilo, seguro de que va a llegar en cualquier momento… Me lanzo. Y todo es cuestión de esperar… El organismo empieza a desarrollarse a partir de mis dedos tecleando incansables y discretos (al menos lo intentan) lo poco que pueden reproducir. ¿Palabras sinceras? Eso habrá que ponerlo a prueba.
Jesús Lanz
[1] Me gusta pensar que la vida es una ilusión, que las sensaciones, las palabras, los hechos, las experiencias son realidades encerradas en sí mismas todo el tiempo reproduciéndose unas junto a otras: creciendo y alimentándose, desarrollándose y envejeciéndose, y muriendo luego de haberse vuelto a reproducir o luego de simplemente haberse vuelto a dejar marcas en la patente del otro (el otro que es siempre cambiante igual que el tiempo), al menos simbólicamente, como las vidas anteriores, como las ya viejas generaciones de la que ahora solo una historia hicieron, en siguientes generaciones de perspectiva. Parados entre una herencia y una ilusión. Hasta involuntariamente lo hacen… ilusión porque todas se sostienen sobre su propio fin, las vidas. Imagínense pender de un hilo, como si el hilo fuera un camino y uno caminara sobre él y pendiera tu vida de ese recorrido, como pasa en la cuerda floja a severos metros de altura. Tu vida allí ya no importa absolutamente un carajo… Importa, es lo único que importa. Pero en ese caso importa más mantener el equilibrio, los pies sobre el camino. Y para el universo, aparte del puro camino que recorramos, equivalemos a nada. No importa cuáles tomemos. Si te conforta equivalemos, como mucho para el universo, a un punto en el espacio recorriendo cierta trayectoria. Sobre un solo hilo (figurativamente pender de nada), que en el abismo no se segmenta de un lado a otro lado, entre dos puntos, como un solo camino y dos posibilidades paradójicas de principio y final. Sino que en una elipse, en un sinfín, torcida la recta del segmento que es el recorrido por esa figuración extraña que produce la nada en el ojo, el hilo pareciera curvearse en movimiento mientras caminamos sobre él y se tuerce nuestro tiempo, la nada lo desarma furiosamente y lo pone a andar hacia adelante en el tiempo y hacia atrás y se quiebran los segundos, el tiempo entero, y hacia un lado y otro van simulándose múltiples caminos de uno solo a la vez. Ya va, ya va. ¿Una trayectoria, un viaje que no es ni significa nada porque su naturaleza es aparentar muchas trayectorias, viajes o caminos, simularlos, y no ser el solo camino insignificante que es…? Al final es nada ¿no? Al parecer camino solo un camino que no significa nada y la página en blanco es ese recorrido. Tan solo un hilo, una línea recta perfectamente curveada a la que no le estorba su conciencia, como un puro objeto no representativo, girando en un sinfín, en una elipsis, sin principio ni final, infinitamente creciendo y decreciendo. Recorriendo esas extrañezas, o esa extrañeza, ese hilo, va muerta la vida por ahí como un espectro deambulando sin propósito, simulándose propósitos con cada posibilidad de caída y cada caída a la que se somete caminando, errando. En el fondo, se trata de un juego divertido y macabro, pero decir eso es tan solo lenguaje… No pretendo que me entiendan si algo tiene todo esto, algún contenido… se trata de poesía la problemática. En el vacío universal que se determina de todo el fin de alguna o cualquier cosa, al que muchas veces se alude cuando al tratar de abstraer y concretar qué es, o fue, esa cosa, una vida por ejemplo, y hacerla lenguaje uno no sabe a qué atenerse ni qué decir y habla el silencio (cuando, allí, mentir pierde sentido, paradójicamente); en el magma de millones de realidades jugando a las compatibilidades y entrando en conflicto todas entre ellas para ver cuál se queda y cuál no, igual que sucede con los signos en el lenguaje (otro plano de vacío), allí, en ese vacío no hay nada, ni lenguaje. Y al parecer, también paradójicamente, a la vez allí habla otro lenguaje.