«Dans l’angoisse, et pleurant sous leur vieux bonnet noir…»
Rimbaud, Le Mal.
Acaecía otro atardecer en la casa de su infancia. La muerte del día se dejaba ver a través de los ventanales y las cortinas blancas. Los desahuciados restos del sol recorrían la pálida habitación a paso sosegado. Y él, se mantenía ahí, mirando cómo el haz naranja de luz pasaba sobre cada libro del piso, hasta volverse invisible.
El lento viaje del día hacia la noche auguraba la nostalgia de su vida, sabía que el tránsito de la existencia de un hombre no es tan sereno ni perfecto como el paso hacia el anochecer: en su vida, siempre hubo de aferrarse a algo para poder sobrevivir y terminar desviado, sin duda, de toda serenidad. Sabía también, que su última devoción recaía en esa casa, de la cual decía, era el único monumento en píe de su pasada vida azarosa.
Hay objetos invariables que se mantienen así a pesar de las vidas posibles. Él siempre supo que podría regresar ahí a refugiarse. Quiso volver a la casa cuando despertaba a causa del cigarro que quemaba su pecho al quedarse dormido en las apagadas calles del alcoholismo, lo deseaba cuando hacía el amor con otra mujer para olvidar a la que amaba, lo anheló al enterarse que sus padres habían muerto en su viaje de bodas de plata, lo rogó con ansia al saber que su esposa lo había abandonado por un hombre más rico, y al final lo aceptó y se fue cuando vio a la muerte senil dosificar la ausencia de sus amigos con el paso de los años.
Todas sus nostalgias podían reducirse a aquella casa y, a pesar de la materialidad de ese hogar, cada habitación lo invitaba a entrar a una sección diferente en la galería de su memoria. Recorrer el cuerpo de una amante se asemejaba a andar entre las habitaciones, pues conocía con esplendor cada sitio de placer, de dolor y de melancolía. Pero aún no quería morir rememorando, prefería antes la neutralidad de la biblioteca: en ese cuarto, lleno también de libros, todavía nadie había muerto.
A veces, desde la alcoba que antes fuera de los padres, escuchaba los ecos lejanos de las carcajadas de su madre, y él ya viejo y asustado, se estremecía en el opresivo destierro blanco de las paredes. La cumbre de la ficción en sus recuerdos le engendraba un dolor que sólo podría superarse con vasta paciencia.
Poco a poco todo aquello en lo que podía aferrarse pereció. Su última pasión restante se agotaba también, paulatina, en cada día de destierro. Su amado arte literario se volvía solo una alusión a momentos del pasado.
“Hijo mío, puede que mi vida sea un sueño, pero sé que hoy es más real porque tú estás aquí…”. Así comenzaba una dedicatoria que su padre escribió en algún libro que le heredó de su biblioteca.
“Y yo, ¿en quién podré fiar mi existencia para sentirme real?”. Escribió bajo la dedicatoria.
Como si él fuese Montaigne, citaba todo el tiempo a Albio Tibulo: «En estas soledades, sé una multitud para ti mismo», pero por desgracia, ya no había más gente en su espíritu.
Poco le hacía falta al sol para declinar, pero su fulgor aún atravesaba la casa. Los pasos del único huésped se dirigían pesados a la caja fuerte iluminada todavía por el astro: había joyas ya de valor nulo para él, documentos viejos, una edición auténtica de 1595 en francés de Les Essais de Montaigne y un revólver Schofiled de Smith & Wesson, también de su padre.
La tarde pasará, quizá pronto se escuche el estruendo de un gatillo, pero no será hoy, esta noche sólo se escucharía su afrancesada voz leyendo el ensayo sobre la tristeza.
Giovanny Ariel Rodríguez Cisneros. Nació un 9 de enero hace 25 años, en el Estado de México. Ingeniero químico de profesión, estudiante de filosofía y amante de la literatura. Escritor ocasional de poesía, relatos y cuentos. Su último relato publicado fue Nuestro último encuentro, por el Ateneo Nacional de la Juventud y Libros en Movimiento como uno de los 20 mejores en su primera convocatoria de concurso de cuento corto.