Los embates del intelectual

IntelectualesUn intelectual no es un hombre que escribe, aunque escriba. Un intelectual no es un hombre que se sienta y medita, que intenta hacerse del Poder o acepta con la pasividad propia del servidor las imposiciones de los poderosos. No. Un intelectual es un perpetuo e incólume luchador, un hombre de incesante, arremetedora y furibunda actividad. Su pluma no es tan sólo un instrumento entintado que deja imborrable huella en pergaminos y hojas: es también punta de lanza que hiere y rasga con ímpetu y ardor. Ya lo dijo Enrique Bernardo Núñez en su ensayo Intelectuales: «Ser «intelectuales» solamente, es no ser nada. Es preciso ser soldados, exploradores, obreros. (…) Un hombre sedentario, encerrado en su biblioteca, es poco menos que un hombre inútil». (pp. 159).

Pero un intelectual es también un soñador, un carácter errante que adolece de infortunado (¿o afortunado?) quijotismo. Acomete empresas que están destinadas al fracaso, un fracaso que, en el fondo, es un triunfo porque pone en evidencia las carencias y falsedades de una sociedad que se ciñe a las voluntades de un ente poderoso, como la ciudad letrada, poner un ejemplo. Por eso el intelectual es un hombre que fantasea (aunque no ingenuamente), solitario y adusto, con la independencia y el libre pensamiento (dos caras de la misma moneda). El intelectual es, en fin, un ser bastardo, rechazado por todos y de todos enemigo, eterno inconforme y sufriente aventurero; mas esto, lejos de entristecerlo y apaciguarlo, lo fortalece: viste su bastardía como baluarte imperecedero, su independencia es espada y armadura a un mismo tiempo.

Uno de los que mejor encarna esta imagen del intelectual que hemos, levemente, esbozado es Fray Servando Teresa de Mier (1763-1827), hombre que ha ejercido (y seguirá ejerciendo) gran fascinación en sucesivas generaciones de lectores, algunos tan ilustres como el mismo Alfonso Reyes o José Lezama Lima. Porque Mier no se limitó a pronunciar sermones, escribir cartas y redactar memorias, sino que padeció una vida de eterna persecución, sorteando cárceles y fabricando enemigos (y también, cómo no, grandes amistades, recuérdese que fue compañero de infortunios de Simón Rodríguez), en cualquier sitio al que llegaba. Pero, sobre todo, porque Fray Servando fue un hombre de su tiempo, una figura que combatió por sus ideales, que nunca se derrumbó ante la adversidad y que puso en tela de juicio muchos de los supuestos que en la Nueva España y la España de su momento se daban por sentados, es decir, que se asumían como naturales. El sermón de 1794 es apenas una pequeña muestra de ese carácter altamente subversivo de este personajes que, incluso después de su muerte, acaecida en 1827, siguió causando controversia por el recuerdo de sus acciones referidas (noveladas) por él mismo en sus Memorias. 

Alfonso Reyes, en el ensayo Fray Servando Teresa de Mier, al referir el hospedaje del dominico en el Palacio Nacional, junto al primer presidente, Guadalupe Victoria, dice:

Fácilmente se le imagina, ya caduco, enjuto, apergaminado, animándose todavía en las discusiones, con aquella voz de plata de que nos hablan sus contemporáneos; rodeado de la gratitud nacional, servido —en Palacio— por la tolerancia y el amor de todos, padrino de la libertad y amigo del pueblo. Acaso entre sus devaneos seniles se le ocurriría sentirse cautivo en la residencia presidencial y, llevado por su instinto de pájaro, se asomaría por las ventanas, midiendo la distancia que le separaba del suelo, por si se volvía a dar el caso de tener que fugarse. Acaso amenizaría las fatigas del General Victoria con sus locuras teológicas y con sus recuerdos amenísimos. (Reyes, 1991: pp. 111-112).

Es que un (verdadero) intelectual nunca desfallece, se mantiene, sin chistar, anclado en sus creencias, defendiendo tercamente sus ideales, así el costo sea, como en el caso de Fray Servando, el ostracismo, la fuga incesante, el eterno deslizarse entre barrotes para emprender una nueva afrenta con el Poder y su largo brazo. Por esa razón quisiéramos cerrar con estas palabras de Lezama Lima, procedentes de su ensayo La expresión americana, unas frases que bien pueden sellar el acontecer histórico de la figura del intelectual en Latinoamérica:

Pero esa gran tradición romántica del siglo XIV, la del calabozo, la ausencia, la imagen y la muerte, logra crear el hecho americano, cuyo destino está más hecho de ausencias posibles que de presencias imposibles. La tradición de las ausencias posibles ha sido la gran tradición americana y donde se sitúa el hecho histórico que se ha logrado. José Martí representa, en una gran navidad verbal, la plenitud de la ausencia posible. En él culmina el calabozo de Fray Servando, la frustración de Simón Rodríguez, la muerte de Francisco de Miranda pero también el relámpago de las siete intuiciones de la cultura china, que le permite tocar, por la metáfora del conocimiento, y crear el remolino que lo destruye; el misterio que no fija la huida de los grandes perdedores y la oscilación entre dos grandes destinos, que él resuelve al unirse a la casa que va a ser incendiada. (Lezama Lima, 2006: pp. 548).

Bibliografía:

Lezama, L., José. (2006). La expresión americana en El reino de la imagen. Caracas: Biblioteca Ayacucho.

Núñez, Enrique B. (1987). Intelectuales en Novelas y ensayos. Caracas: Biblioteca Ayacucho.

Reyes, Alfonso. (1984). Fray Servando Teresa de Mier en Última Tule y otros ensayos. Caracas: Biblioteca Ayacucho.

Teresa de Mier, Servando. (1994). Memorias. Caracas: Biblioteca Ayacucho.