El primer beso, de Clarice Lispector

Más que conversar, los dos susurraban: hacía poco que el romance había iniciado y ambos andaban tontos, era el amor. Amor con lo que viene junto: celos.

—Está bien, te creo que soy tu primera novia, estoy feliz con eso. Pero dime la verdad, y solo la verdad: ¿nunca besaste a una mujer antes de besarme a mí?

Él fue simple:

—Sí, ya besé antes a una mujer.

—¿Quién era ella?— preguntó con dolor.

Él intentó contarle toscamente, pero no sabía cómo decirle.

El autobús de la excursión subía lentamente la sierra. Él, uno de los niños en medio del alboroto de la muchachada, dejaba que la fresca brisa golpeara su rostro y le pasase entre los cabellos como dedos largos, finos y sin peso como los de una madre. Era tan bueno quedarse a veces quieto, sin casi pensar, y apenas sentir. La concentración de sentir era difícil en medio del caos de los compañeros.

E incluso la sed había comenzado: jugar con el grupo, hablar en voz alta, más fuerte que el ruido del motor, reír, gritar, pensar, sentir, ¡dios mío! cómo se sentía seca la garganta.

Y ni sombra de agua.  Solo quedaba juntar saliva, y fue lo que hizo. Después de reunida en la ardiente boca la tragó lentamente, una y otra vez. Sin embargo, era tibia la saliva, y no quitaba la sed. Una sed enorme, más grande que él mismo, que se apoderaba ahora de todo su cuerpo.

La fina brisa, antes tan buena, ahora  se había vuelto calurosa y árida bajo el sol del mediodía, y al penetrar por la nariz secaba aún más la poca saliva que había juntado pacientemente.

¿Y si cerrara las fosas nasales y respirara un poco menos de ese viento del desierto? Lo intentó por un momento, pero luego se asfixió. Realmente solo quedaba era esperar, esperar. Tal vez apenas algunos minutos, tal vez horas, mientras que su sed que tenía parecía de años.

No sabía cómo ni por qué, pero ahora se sentía más cerca del agua, la presentía más próxima, y sus ojos parecían saltar hacia fuera de la ventana como buscando el camino, penetrando entre los arbustos, indagando, olfateando.

El instinto animal dentro suyo no se había equivocado: en la inesperada curva de la carretera, entre los arbustos, estaba… la fuente de donde brotaba un hilo del agua soñada.

El autobús se detuvo, todos tenían sed, pero él logró ser el primero en llegar a la fuente de piedra, antes que los demás.

Con los ojos cerrados, entreabrió sus labios y los pegó ferozmente al orificio por el que salía el agua. El primer sorbo frío bajó, recorriendo desde su pecho hasta su barriga.

Era la vida regresando, y con esta encharcó todo su interior arenoso hasta saciarse. Ahora podía abrir los ojos.

Los abrió y vio justo al lado de su rostro dos ojos de estatua mirándolo y vio que era la estatua de una mujer y que de la boca de la mujer salía el agua. Recordó que al primer sorbo había sentido un contacto frío en sus labios, más frío que el agua.

Y supo entonces que había metido su boca en la boca de la estatua de la mujer de piedra. La vida había brotado de esa boca, de una boca para otra.

Intuitivamente, confundido en su inocencia, se sentía intrigado: pero no es de una mujer que sale el líquido vivificante, el líquido germinador de vida … Miró la estatua desnuda.

Él la había besado.

Sufrió un temblor que no se podía ver desde afuera y que comenzó bien dentro de él y se apoderó de todo su cuerpo, haciendo estallar su rostro en brasa viva.

Dio un paso hacia atrás o hacia adelante, ya ni siquiera sabía lo que hacía. Perturbado, atónito, percibió que una parte de su cuerpo, antes siempre relajada, estaba ahora agresivamente tensa, y eso nunca le había pasado.

Estaba de pie, dulcemente agresivo, solo entre los demás, su corazón latía con fuerza, espaciado, sintiendo que el mundo se transformaba. La vida era completamente nueva, era otra, descubierta con sobresalto. Perplejo, en frágil equilibrio.

Hasta que, desde lo más profundo de su ser, fluyó de una fuente oculta la verdad en él. Eso lo llenó de miedo y también de un orgullo nunca antes sentido: él…

Él se hizo hombre.


Cuento original en Lispector, Clarice. Felicidade Clandestina: Contos. [Rio de Janeiro]: Sabiá, 1971.

Traducción libre de Alejandro Martínez

Autor: Alejandro Arturo Martínez

Alejandro Arturo Martínez es candidato doctoral en la Universidad de Princeton (Estados Unidos). Licenciado en Letras por la Universidad Católica Andrés Bello (Venezuela) y Magíster en Ética por Universidad Alberto Hurtado (Chile). Su área de interés es la literatura, el cine y las artes visuales latinoamericanas contemporáneas.