Cerca De la revolución
No puedo ni besarte.
Charlie García
Hoy viene a ser la cuarta vez que espero
Desde que sé que no vendrás más nunca.
Silvio Rodríguez
Si recibes esto piensa lo peor, aunque primero te rías del soporte, este papel de examen que remite directamente a la primaria, a trimestrales y recreos; estas líneas en tinta azul y con estas letras de las que seguramente te burlarás, o al menos provocarán una sonrisa y un dejo de nostalgia por aquellos tiempos en que colocaba notas en tu agenda, o en el libro que estuvieses leyendo. Pequeñas cartas de amor, pretextos para mantenerme cerca de ti, o para volver a aproximarme después de un viaje de trabajo, o de las primeras peleas, retomando una estrategia que me ayudó a seducirte, que jugó un papel importante en el asedio amoroso, militante y universitario que culminó en ese compromiso total poco después de graduarnos, y luego apartamentos alquilados, mudanzas, niños, cambios de empleo, compra de inmuebles, penurias, discusiones, traiciones y desengaños seguidos por un divorcio casi amistoso, gracias a los muchachos, supongo.
¿Por qué no a Marlene? Entendería de inmediato, y a la vez no. Esto está más de tu lado, del nuestro, que del suyo (que es también el nuestro), o es acaso también otra excusa para escribirte después de tantos años, de comunicaciones telefónicas, de internet y –cada vez con mayor frecuencia– de mensajes de texto impersonales, usualmente relativos a los muchachos y sus necesidades. Niños, muchachos, unos carajos al borde de la treintena –Andrea con un aborto y todo– y seguimos refiriéndonos a ellos como si aún tuvieran siete u ocho años e intentáramos convencerlos de que las diez es una buena hora para dormir.
No puedo permitir que te alejes de mí así, antes de habernos encontrado. Más o menos una frase de Cortázar tomada de Rayuela, creo, o de alguno de sus cuentos (¿Manuscrito hallado en un bolsillo? No sé, tantas mudanzas acabaron con la posibilidad de una biblioteca y de Cortázar sólo conservo un tomo de La vuelta al mundo) ¿La recuerdas, Carla? Una de las primeras notas que dejé en tu pupitre en medio de una de esas largas e inútiles reuniones del centro de estudiantes a las que asistía más por verte que por cumplir con mis obligaciones con el partido. Tú sí, cumplías con tu deber, ultrosa y siempre algo despectiva cuando hablabas conmigo (entonces no habíamos visto la película de Monty Python ni sabíamos que compartiríamos una larga carrera de espectadores cinematográficos, pero igual intuíamos que no había nada que odiase más un militante de izquierda que a otro militante de izquierda, pero de otra organización). Y en la siguiente reunión, entre puntos de orden, dame un previo y no dialoguemos, compañeritos, otra notita, quizás con un par de versos de Benedetti –la culpa es de uno cuando no enamora / y no de los pretextos / ni del tiempo–, o consignas ajustadas a derecho, al amoroso mío como “Si somos el futuro, por qué nos ignoramos”, o “ante tu indiferencia, guerra amorosa y prolongada”. O aquella, tomada de aquel libro de Cortázar que todavía conservo, aunque en una edición de bolsillo, que obviamente estoy transcribiendo con errores:
Tras beber los mares nos asombra
que nuestros labios sigan tan secos como
las playas.
Y buscamos una vez más el mar para
mojarnos en él, sin ver
que nuestros labios son las playas y nosotros
el mar.
Los versos eran de Attâr, el mar eres tú, esos grandes ojos verdes en un rostro que hacía pensar en las mil y una noches, en un medio oriente salido directamente de ilustraciones decimonónicas y con un erotismo ligero para consumo de adolescentes (morenas envueltas en velos, en una atmósfera brumosa, lánguida, sensual y colonial; nada que ver con intifadas, bombas y comandos israelíes), aunque luego supiese que en tu familia no había ninguna ascendencia árabe o persa, al menos no cercana. Sí de portugueses y canarios, aunque no se vanagloriasen de ello, al principio, de los ochenta.
Y fíjate que ya entonces no rondaba el tema, aunque no puedes saber de cuál tema te hablo, pues esto ha derivado –siguiendo el motivo marino– hacia otras playas, arrastrado por una marea de recuerdos, de restos de aquella primera emoción cuando vi uno de mis papelitos asomando por los bordes, sobreviviente al triste destino de los otros, arrugados y lanzados al primer cesto de basura de los pasillos de la escuela apenas eran leídos (cuando los leía). De allí al primer café no faltó mucho, caminar y luego correr juntos, y llorar juntos en una manifestación en las Tres Gracias, o del lado de Plaza Venezuela, o en la plaza El Venezolano (cerca de la cual había un restaurant griego del que fuimos asiduos durante un buen tiempo), mientras sobre nosotros pasaba una estrella fugaz con forma de botella de colita grappette envuelta en llamas, molotov. Compartir mesa en el comedor universitario, cigarrillos, periódicos, siestas en la Tierra de Nadie y una tarde cualquiera el primer beso. Y sí, el amor, pero también la política, porque seguíamos militando con distintos grados de radicalismo: tú verdaderamente ultrosa –esa enfermedad infantil– y con brazo armado, yo estratégicamente participando en el apoyo al parlamentarismo burgués, también conocido como democracia burguesa, luego de la derrota que nos infirieron en los sesenta, hasta que se presentaran nuevas y claras condiciones para la toma del poder. Con un devenir histórico que conspiró para unirnos más al hacer cada vez más evidente que los movimientos armados no tenían futuro, o sí, pero uno definitivamente mortal en Cantaura, tres años después, y al deshacerse mi organización en medio de luchas de facciones –que tampoco habían visto el film de Monty– por el control del aparato, devorados –ahora sí- sus principales dirigentes por el parlamentarismo burgués.
Huérfanos de futuro nos tocó forjarnos uno, ¿no es así? Pero otra vez me alejo de ese primer encuentro con la guerra santa, la yihad, del misterioso encuentro en una mesa de cirugía de una hoz, un martillo y un alfanje (“¡La cimitarra! ¡La cimitarra!”, una caricatura de Fontanarrosa que no viene al caso, pero que me sigue haciendo gracia), también conocido como Afganistán, el Vietnam ruso, una medialuna roja que asomó mucho antes de bin Laden y ocupó numerosas conversaciones a fines de los setenta, cuando todavía el socialismo era el horizonte del porvenir, esa línea imaginaria inexistente. Rambo cabalgaba entonces con su carcaj cargado de flechas anti helicópteros rusos (esos Zukhoy que en este nuevo milenio se han caído en Venezuela sin necesidad de Silvester), colgando de la espalda por el mismo paisaje árido, frío y accidentado por el que anduvo unos años antes el joven Gurdjieff de la mano de Peter Brook; Osama se arrodillaba en algún lugar de Boston o Nueva York, usando su reloj suizo y saudita para orientarse en dirección a La Meca; el cadete Hugo Rafael se aprestaba a bailar con una quinceañera un popular mosaico de Billo Frómeta (La marina tiene un barco / La aviación tiene un avión / y allá vienen los cadetes en correcta formación); y nosotros hacíamos el amor, quisiera recordar que desaforadamente, en tu residencia cuando tu compañera estaba visitando a su familia en Maracay, o en el apartamento de mis viejos cuando estaban trabajando o se iban para la playa a pasar el fin de semana. Claro, es injusta esta comparación porque seguramente este trío de hombres notables –Silvester ben Chávez– que nunca se encontraron también hacían el amor y a lo que quería llegar era al tema afgano, que usualmente ocupaba parte de nuestras discusiones acompañadas por cervezas y chistorras en Sabana Grande, o por cervezas y costillitas agridulces en el chino de Los Chaguaramos, en las que también participaban el gocho Abreu, mi tocayo Sergio (que me llamaba Serguei ique para diferenciarnos, como si no fueran suficiente su gordura y adequismo galopante, aunque era buena gente), Elelé y su novia, Laurita, tan delgada siempre, tan callada y sonreída, como si ya entonces supiera. Pero eso no viene al caso, al menos no durante esas noches en que pasábamos de la política nacional a la universitaria y de allí a la internacional y a lo que parecía la catástrofe rusa. Increíble que un país que había apoyado al tío Ho en la mayor derrota externa infligida al imperio norteamericano en toda su corta pero avasallante historia de expansión y dominio mundial, se empantanase casi de inmediato en el desierto afgano. Abreu y tú, sin ser prosoviéticos, tendían a disculpar las acciones rusas mientras mi tocayo y yo simpatizábamos con la guerrilla local, islámica y con un dejo romántico que nos hacía asociarlos, salvando las enormes distancias, con Lawrence de Arabia –O’Toole of course– y sus árabes comandados por Omar Sharif.
¿Sabías que tocayo es una palabra de origen náhuatl? ¿Te imaginas un sitio donde coincidan dos carajos llamados Huistipozotli?
Elelé (mento) y Laurita nos escuchaban hablar de las matanzas en Kabul manteniendo una posición aparentemente neutral, aunque Elelé –que cuando se ponía radical pasaba a llamarse Olepé, o Elepé, si le pasaba en una fiesta– era de ascendencia libanesa, mirista como yo aunque de otra célula, pues nosotros funcionábamos distinto a ustedes y estábamos separados por escuelas, y él estaba en sociología, donde también era conocido como Omar y no ocultaba una fuerte inclinación por la poesía. Sacaba irregularmente y gracias al multígrafo de nuestro centro de estudiantes un periodiquito que a veces se llamaba Ajenjo, otras Elote y en una etapa notablemente étnica, Huasipungo, en el que publicaba poemas y cuentos breves, y por eso lo apodábamos Elelé, porque aportaba al grupo el elemento poético. Sí, era tonto, pero nunca preguntaste por qué le decíamos así; probablemente lo creías un alias, un nom de guerre, como todos los de tu grupo tenían uno. Me enteré del tuyo hace poco y de modo completamente accidental.
Laura y Elelé, nuestros precursores, novios también a pesar de estar en partidos distintos, nuestros dobles. Elelé no estaba de acuerdo y nos llamaba copiones, sombras indeseadas de su relación.
Entretanto los rusos seguían perdiendo tanques y helicópteros en Afganistán, sin saberlo comenzaban a socavar un muro que se encontraba a miles de kilómetros de distancia, al mismo tiempo que otros sujetos islámicos enfrentaban al estado sionista en el medio oriente con un optimismo a prueba de podas (“Podrán cortar todas las flores”).
Para concluir –o simular una conclusión– esta agonía bélica de los años setenta que no enseñó nada a los norteamericanos, pues apenas salieron de Indochina volvieron a involucrarse de modo sangriento en Centroamérica: Guatemala, Nicaragua, El Salvador y Panamá (¿prohibido olvidar?), debo confesar que me topé con una fotografía en la última página del cuerpo A de El Nacional que marcó una diferencia, vital. No estaba en primera plana pero al menos para mí, fue definitiva. Sí, claro, hoy en día y entre nosotros especialmente desde el 2002 El Nacional, El Universal, Globovisión y los otros canales, y las agencias internacionales –Reuters, Upi, Efe, Ap, Venpres, Prensa Latina– están sumamente desprestigiados, y aunque desde mucho antes había tipos como Pedro Duno –que en una entrevista con Iván Loscher en los setenta afirmó que El Nacional era un diario que le hacía mucho daño a la opinión pública en Venezuela, que en lo personal creo es un invento de los medios venezolanos y que en realidad los venezolanos siempre están pensando en otra cosa, probablemente más fundamental, como el sexo, o la comida– igual uno no podía evitar el impacto de la imagen: una hilera de hombres con los ojos vendados y las manos atadas a la espalda derrumbándose bajo un efecto dominó mortal, causado por Kalashnikov esgrimidas por guerrilleros afganos, por esos simpáticos aliados de Rambo que, según la leyenda al pie, estaban ejecutando profesores de bachillerato cuyo crimen había sido transmitir enseñanzas contrarias al Corán. Hasta allí mi solidaridad con la resistencia afgana. Mi reacción te pareció desproporcionada, a mí también. He visto fotos más terribles, sé de crímenes ejecutados por bandos de distintos signos ideológicos de mayor dimensión, tanto por cantidad como por brutalidad, pero hubo algo en esta imagen que me conmovió profundamente. Y entonces no podía saber que acabaría siendo profesor de bachillerato en el interior.
II
Relación de lecturas para un desencuentro anunciado: yo leía a Cortázar y a Benedetti, tú a Galeano y a Scorza; yo a Ludovico Silva, tú a Marta Harnecker (ninguno de los dos era asiduo a la Sagrada Familia: Marx, Engels, Lenín y el Ché, ¿viste?); donde dejaba caer un Viejo Topo sobreponías una revista El mueble y cuando opté por Casa y campo diste un extraño vuelco hacia Quimera (ambos detestábamos cordialmente Exceso y al gordo Ben Ami –¿Qué tengo flor?– Fihmann, que como mis padres también vivía en La Florida). Durante mi breve travesía mística por Fromm, Suzuki y Osho mantuviste tus pies bien puestos en la teología de la liberación, que propició un retorno transitorio al marxismo –gracias a una lectura tardía de los libros de Otto Maduro y Ernesto Cardenal– a través del Nuevo Testamento revisitado. Eran los tiempos de La última tentación de Cristo y ¿Quién mató a Roger Rabbitt?, y justo un año después sobrevino el apocalipsis del mundo socialista, desangrándose a través de un muro. Más libros hubo después, cientos y cientos de páginas, pero el fin de ese rincón de nuestra historia, pregonada prematuramente por un japonés llamado curiosamente Francis, quebró de alguna manera nuestra fe en la letra impresa y fue desplazando nuestro interés y atención hacia la televisión y el cine. Y la prensa diaria, leída y trabajada –por ti, yo nunca pude entrar a un medio, aunque tampoco hice un gran esfuerzo– reemplazando la teoría. ¿Y la praxis? Mala o sencillamente nula por lo que restó del siglo. Entonces Chávez.
III
¿Por qué nunca has visitado mi blog? Cuadernosdeserguei.blog.spot. Sé que no lo has hecho porque he dejado un rastro para ti que no ha sido olfateado ni seguido. He estado conspirando para que se dé algo probablemente inconveniente para ambos, e innecesario. Es cierto, cuando una enfermedad juvenil te ataca después de cierta edad –cincuenta, sí, sí– las consecuencias suelen ser lamentables. Y si Marlene lee esto me convendría estar muerto, o desaparecido.
–
Fragmento del libro inédito Cinco novelas inconclusas y un cuento completo.
Puedes leer este y otros textos en el sexto número de Cantera.